viernes, 30 de septiembre de 2011

I'll give anything to you


Y era la ansiedad la que parecía controlar cada movimiento de mi cuerpo. Si tomaba aire, me hacían falta esos cristalitos metiéndose por los agujeros de mi nariz. Si expulsaba aire, necesitaba sentir esa excitación propia del cristal, el feble dolor en la nariz, mismo el dulce sangrado, que lo notas pasando la lengua por el labio superior. Mas pugnaba por controlarme. Porque sabía que cuando llegase al piso allí estaría Ameliè, y me preguntaría qué me pasa, por qué estoy sudando, y seguidamente, el demoledor "¿Qué te has metido?"
Mas era ella la que estaba con ese equilibrio inestable que dejaban tras de sí las anfetaminas inyectadas en vena. Desde el punto de vista puramente hedonista, era normal que hubieses caído en aquellos placeres, sentir aquella lava ardiendo entremezclada con la sangre, arrasando bruscamente con cada resquicio de vida en los glóbulos rojos. Mas había algo que sopesaba aquella sensación: el amor hacia una musa. Esta vez se habían cambiado las tornas. Siempre eran mis musas las que me reñían a mí, y ahora yo le reñía a una de ellas. Solo pensar que su cuerpo frágil se corrompiese me producía...
Temor. Pánico. Dolor. Culpabilidad. Impotencia.
Y entonces no pude aguantarlo más. Ella, pensé, no había cavilado ni un segundo en que alguien la quería. Cogí de la tapa de mi piano la bolsa de cristal y me metí en el baño dando un portazo.

***

-¡Ville, escúchame!
-Aguanté porque te quiero.
-No tenías que hacer eso por mí.
-No quería que me vieses drogado, joder, no te lo mereces.
-¿Cómo?
-Lo que oyes. Me duele que no hayas pensado en mí.
-Pienso en ti a cada momento. Yo no quiero replicarte, Ville.No quiero presionarte, obligarte a hacer nada, hacerte llegar a este extremo.Soy imbécil.
-Voy a abrir el pestillo. Si abres la puerta, abrázame, y prométeme que no volverás a chutarte. Pero si lo haces, hazlo rápido, que parece que me va a estallar el corazón.

***

En ese momento, todo sucedió a velocidad de vértigo. La sentí entre mis brazos, pidiéndome perdón, y sin soltar su melena rubia de un manotazo liberé la tapa del váter de las rayas dispuestas de cristal.
Y nuestras lágrimas se confundían con las esquirlas


sábado, 24 de septiembre de 2011

Fragile


Siento como si a tu lado fuese frágil. ¡Será posible! He tirado de mi hermana toda mi infancia, sobrevivido a palizas, a sobredosis.
Y sin embargo llego a tu lado y siento una sensación de debilidad. Sh...No digas nada, no tienes que culparte. Nadie dijo que fuese malo debilitarse. Lo es, desde luego, si te desplomas en el duro suelo de bruces, pero no cuando te derrumbas en los brazos de alguien que sabes que tendrá para ti unas palabras de apoyo.
Y besos.
¡Quién lo diría! Pensé que nunca encontraría unos labios de tan dulce armonía. Espero que no afecte a tu masculinidad, mas cada vez que me besas siento como si miles de cristales chocasen contra mis labios produciendo su armonía caótica y a la vez tan íntimamente ordenada. Siento que cortan los cristales mas que te tengo para estirar la lengua y lamerme la sangre. Y siempre tu miembro estará dispuesto a asestarme tal si fuese una lanza que explota en miles de notas, que se van desvaneciendo.
***
-Ville, Ville ¿qué haces aquí? Es...estás empapado.
-Lo siento...
-Te noto algo raro en la voz. ¿Qué coño te has tomado?
-Lo siento...
-Abre la mano. ¡Joder, por tu puta madre, abre la mano!... Esto...son calmant...¿cuántos te has tomado?
-Lo siento...
-Eh, venga, eh, no llores. Venga, sh...No llores. Ven, acuéstate aquí...
-Alexandr...
-No digas nada.
-Te quiero...
-Ya lo sé.
-Entonces bésame.

Necesitaba volver a besarte


Te busco entre la bruma, te añoro, te persigo, te anhelo. Corres, me esquivas, mas luego me encuentras, me besas, huyes, y vuelves de nuevo a mi lado con una sonrisa y samba brasileira pululando por tus venas.
Cada movimiento semeja crucial, cada respiración, es tan dinámico, tan fuerte, tan rápido, tanto como el palpitar apresurado de mi corazón que semeja trazar un tremolo en piano para posteriormente descender en las notas sensuales de un saxofón. Y mismo cuando llega la calma nuestros cuerpos están cargados de electricidad.
Y huyes, y yo huyo, y luego te persigo cual león tras la gacela, con el mismo frenesí salvaje, la misma respiración agitada. Ah, ah, ah, el aire no me llega a los pulmones. Y cuando te atrapo te desvaneces, y cuando me atrapas, me desintegro, semeja un juego de azar en el que siempre salen los ojos de la cobra. Y tiramos, y tiramos, y tiramos, y entonces...
Se hace el silencio entre las cuatro paredes de aquel camerino improvisado de las fiestas del pueblo. Las plumas de tus aves aún están desperdigadas por el suelo, y de vez en cuando una suave brisa las alza frágilmente. Nos miramos, no directamente, a través del espejo. Un mensaje, escrito por mis propias manos. Esperas a que me acerque con un sigilo que semeja detener la armonía del mundo. ¿Y cómo una mujer tan bella podría negarle sus notas chispeantes a un artista?...
Sería imposible.

Admitir la falta de alguien no es sino síntoma de que le amas.
A veces marco su número de teléfono. A un lado, sostengo el auricular, a otro, un cigarrillo, y hablamos. Está bien, se lo noto en la voz. Mas cuánto cuesta admitir que la extraño.
***
-Ville, te echo de menos.
-Yo...yo también, Annia.
-¿Qué te pasa? Te noto extraño.
-¿Yo? No, no es nada, en serio. Seguramente será...el tiempo. Estoy muerto de calor.
-Quiero tenerte cerca, Ville.
-Me tienes cerca. ¿No me sientes?
-No...
-Cierra los ojos. No hagas trampas, ciérralos. ¿Estás cómoda?
-Sí, estoy cómoda.
-Ahora notas mi voz hablándote justo tras el oído, mi aliento colisionando contra el cabello que engarzas en él. Escuchas mi respiración tan cerca de ti que mismo notas cómo mi pecho se hincha y te toca la espalda, y luego poco a poco va menguando pesadamente. Lo notas, ¿verdad?
-Lo noto...
-Ahora coloca la mano sobre tu cuello. La mía está justo ahí bajo la tuya, acariciándolo, deslizando los dedos por encima de las venas. ¿Recuerdas que me encanta la música que produce tu sangre al fluir? Atrasa un poco la mano...Ahí está mi nuez, y se mueve suavecito ahora que estoy hablándote. La notas convulsionarse algo más fuerte al tragar saliva...Ahí está. ¿Lo notaste?
-¡Sí, o noté!
-Baja mi mano hasta mi pecho. Está cálido, está hirviendo, impropio de mí. Y concéntrate...si te estás quieta puedes notar mi corazón entre tus dedos...
-Es cierto...
-¿Lo ves? Estoy ahí contigo.

To a beautiful woman


Los vientos cálidos que acariciaban su cuerpo susurraban historias que volaban entre el pico de un majestuosa águila desde...Brasil.
Y ella me decía que por mucho que podía tocar su sueño con la misma punta de los dedos, aunque lo sentía tan cerca que mismo le causaba dolor, sabía que no sería capaz de alcanzarlo. Sus labios carnosos suspiraban, y llamaban a una fina capa de saliva para que los recubriese con suavidad. Se aferraba a mi brazo cual estandarte de hielo que siente alzarse fuerte y seguro. Entonces, me detuve. Nos quedamos frente a frente. Mis ojos se clavaron en el centro de sus negras pupilas. Sus manos de piel de café se apoyaron en mi pecho en un interrogante ademán. Deslicé mis manos por su cabello rubio y denso, y unas palabras salieron de mis labios como acordes de terciopelo:
-Un día la música de toda Europa se rigió por el pulso que marcaba la punta de mi pie. Y sé que si lo intentas todas las aves acudirán a tus brazos, y la gente se postrará ante cada movimiento de sus alas.
Saltaban chispas eléctricas entre su corazón y el mío. Había imanes que atraían sus labios en un beso...


domingo, 7 de agosto de 2011

Winter 2005; Helsinki, Finland: You have to run out from here

Los días se hacían largos para ella, interminables para mí. Entre aquellas cuatro paredes, la recuerdo como una paloma sangrando aprisionada en su jaula, sin posibilidad alguna de salir, sin ninguna pequeña rendija por la que pudiese tomar carrerilla y volar lejos, sobre el vasto cielo que cubría Helsinki. Eso era lo que ella necesitaba. Darles por el culo a médicos, enfermeros y auxiliares, a los electrodos conectados a su pecho pequeño y marmóreo, a la mascarilla engarzada en su nariz de pico de águila, a todos los aparatos extraños con los que le cortaban la piel, la cosían, escuchaban la música de su interior, entrada en distonía, que alguna vez fue foco armónico. Si hasta parece fácil, me decía ella, hablando consigo misma, susurrando, mostrándome las hondas cicatrices de su espalda, una más torcida, otra más recta. Es solamente una toma de impulso la que hace falta para apoyar los talones sobre la cornisa de la ventana. Y se le llenaban los ojos de lágrimas cuajadas, que no llegaban nunca a diluirse, endulzarse, y derramarse. Levantada de la cama, arrastraba el gotero y apoyaba ambas palmas de las manos en el alféizar. Aunque estemos en un noveno piso, desde aquí, no parece tan alto. En ese momento, mis trémulos brazos la envolvían, acariciando suavemente aquella región bajo ambos pechos, con unos trazos delicados, redondeados. Antes de que sus deseos suicidas se llevasen a cabo, tendría un melódico “minä rakastan sinua” acariciando sus tímpanos.

Podría estar horas y horas a su lado. Se había acostumbrado a verme llorar, por lo que para ella era un espectáculo tan tremendamente común, que no se esforzaba en decirme nada. Ni yo me esforzaba en reprimir las lágrimas. Recuerdo que cuando me veía llorar, extendía desde la cama su mano, atrapando con su cerúlea mirada cada lágrima, con una gran agilidad visual. Yo imitaba su gesto, y hacíamos que las yemas se tocasen unas con las otras. Ella sentía el latir de mis capilares, y yo el de los suyos. Ella me producía dulces melodías; yo a ella, tranquilidad. A veces, simplemente nos mirábamos furtivamente. Despojada de todo maquillaje, con ojeras acunando sus dos orbes azules como el mar, emanaba una belleza digna de la Ofelia de Waterhouse. Sus labios gruesos estaban mucho más blanquecinos de lo habitual, como si la sangre ya no empapase su carnosa y jugosa estructura. Su piel era de un tono mucho más pálido, adquiriendo un brillo mate bajo la luz enferma de la habitación. Lo que se mantenía intacto era su cabello rojo, suspendido entre la almohada y el propio aire.

Intermitentemente, nos besábamos. Cuando alguno de los dos tenía necesidad del aire ajeno. Ella inclinaba suavemente su cuello, y entre ahogados gruñidos de dolor, volvía a acostarse. Si era yo el que lo deseaba, solo tenía que acercarme todo lo que pudiera. Que ella no tuviese que mover un solo músculo, una sola fibra. Acariciaba su mejilla, como un preliminar. Ambas pieles sufrían un paralelismo de temperaturas. Lo mío ya era innato; lo de ella, no quiero ni pensarlo. Apoyaba mis labios sobre los suyos, buscando un mullido descanso. Notaba dentro de mi boca, quizás bajo mi nariz, una respiración mucho más pausada, no calmada, sino agotada. La tomaba entre mis brazos dulcemente, dejando resbalar mi cabeza caprichosamente por su hombro, clavículas, hasta llegar al torso. Ellos no saben nada, no tienen ni idea, susurraba, besando su piel sobre el camisón, pinzando la tela entre los labios. No dejaban de decirle que debido a su problema había perdido progresivamente capacidad respiratoria, y que los latidos de su corazón eran demasiado inestables para darle de alta. Parecía que su columna, que debería sustentarla del macabro peso de la gravedad, se tornaba un puñal contra ella. Hincaba sus dedos en su cabello, y dulcemente buscaba reposo sobre su pecho, sin dejar de murmurar, cual letanía, que no tenían ni idea, repleto de rabia. Pero en cuanto el sonido de su corazón acudía a mis oídos deslizándose grácilmente, enmudecía un instante. Era cierto, eran inestables. No, inestables no, ni irregulares. Tenían unas variaciones de ritmo e intensidad que no eran normales, no, no eran normales. Si es allegro, es allegro, no podía trocar a un vivace de una sola convulsión. Y volvían a caerme las lágrimas, irguiendo mi cabeza para besar sus labios. Ella sabía igual que yo que le mentiría. No tienen ni idea, Christine, no saben nada.

Ignoro qué demonios le hicieron en su columna, cuánto daño le había hecho esta previamente a ella, pero intentaba levantarse, y con suerte no sería presa de un ataque de debilidad, o de un desgarro tan grande en su herida que provocaba que chillara fuertemente. Le ayudaba a acostarse, aunque ella me lo negara, y me apartara a bofetadas. La cogía de la mano, sintiendo una angustia en medio del pecho que semejaba que me quedaría sin sentido, en ocasiones mismo sentía que las manos se me agarrotaban. Ella apretaba, apretaba fuerte, susurrando ahogadamente que le pasaba a menudo, y solía llegar a buen puerto los dolores colocándose en la postura adecuada y respirando a un ritmo determinado. Pero otras veces me pedía entre gemidos un médico, para que le trajese un maldito calmante de una puta vez. Una vez me aproximé a ella, y en el mismo instante en el que entraba la enfermera con la jeringuilla en las manos, le susurré:

-No es la espalda la que te está enfermando. Es este lugar. Pero saldremos de aquí.

Y ella me observó, con los labios separados, y los ojos tremendamente abiertos, mientras hundían la aguja en una de sus venas.

jueves, 4 de agosto de 2011

Springtime 2005, Helsinki Finland: The first tear, my first heartache

Un suspiro se escapó de mis labios. Nunca tan hondo había sentido ninguno. Mis costillas vibraron muy sutilmente, haciendo convulsionarse mi esternón con exigua levedad, sacudiendo el interior de mi garganta, tal si fuese papel de lija que la rasgase. Y después, después… Esa opresión en medio del pecho, no mucho mayor que si arrojasen un bloque de hierro encima de él, que me impedía volver a coger aire, por mucho que entreabriese los labios e hiciese fuerza para inhalar. Entonces un principio de llanto de impotencia quería asomarse por mis ojos, haciendo temblar la capa de lágrima que naturalmente los envolvía. El humo de mi cigarrillo mermaba mi campo de visión, haciendo que no pudiese vislumbrar nada más allá de mí mismo. Todo se reducía a eso. A suspiros ahogados, lágrimas reprimidas, humo inicuo y…una caricia andante como la tristeza con la punta misma de las yemas de mis dedos. Cruzó mi pecho como una herida abierta, rezumante de ríos de acordes de neón. Entonces, un suave beso en un lateral del cuello, de un gris azulado tan gélido como sobrecogedor, tan álgido como dulce. Creo que fue el mero roce, el grácil sendero que trazaron aquellos dedos, el que hizo que pudiese volver a respirar fuerte.

-¿Estás bien, Ville?-era aquella voz de mujer que hablaba en susurros, tímidamente, sensualmente.

-Sí, perfectamente.-susurré. Debió apestar a mentira, por lo que me apresuré, en un acto reflejo, en darle una calada fuerte al cigarrillo. Quizás así conseguiría frenar las lágrimas.

-¿Cómo está tu hermana?-se apresuró en cuestionarme, apoyando su barbilla sobre mi hombro.-Me dijiste que tenía bulimia, ¿verdad?

-Sí, esa mierda.-musité con toda la rabia del mundo, inclinándome hacia delante mientras observaba la tapicería del sofá que se asomaba entre mis piernas flexionadas. Eso dice el médico, quise añadir, yo creo que es dolor y rabia.

-¿Cómo está?-reiteró.

-Va tirando, Christine, despacito, pero va tirando. Ahora ya no vomita, pero tampoco come mucho. Ya no sé qué hacer.-apostillé, colocando ambas manos sobre mis ojos cansados, y los codos sobre las rodillas.

-Estás haciendo todo lo humanamente posible.-me respondió entonces, masajeando suavemente mis hombros con aquellos dedos de violinista.-Vamos, relájate un poco, Virtanen. No querrás ir así de tenso a Rusia.

Inevitablemente volví de nuevo a suspirar, mientras me apartaba poco a poco las manos del rostro para chupar el filtro del pitillo. Ya se habían acabado esas dos semanas que le rogué a Seppo que me concediera para poder cuidar plenamente de Anja, y tenía al día siguiente que volver a la vida laboral. Conciertos, conciertos, conciertos. Christine presionó entonces mis cervicales sobrecargadas con los pulgares, haciendo que me enderezase lentamente entre guturales gruñidos que denotaban placer.

-¿Y qué me dices de ti? ¿Qué tal te va la espalda?

Escuché que claramente tragaba saliva, de una manera sonora. Cesó con sus masajes tranquilizadores, apoyando su cabeza sobre mi propia espalda.

-Bien. Mañana tendré que ir al médico a que me hagan una revisión.

“¿Por qué mañana?” musité, impotente, y ella me oyó.

-Tranquilo, todo irá bien. No me duele demasiado, así que dudo que haya problema.-entonces fue cuando apostilló, en un susurro, que también le pude escuchar.-Mientras no me pongan el corsé, todo irá cojonudo.

-¿El corsé?-giré levemente mi tronco, para poder mirarla directamente, con el ceño un tanto fruncido.-Pero si siempre llevas corsé.

Christine dirigió una breve mirada a su tronco, donde allí estaba la prenda a la que me refería, de color azul cyan muy pálido, con lentejuelas, y un corazón de color rojo cosido sobre el de ella. Volvió de nuevo a mirarme, esbozando un ademán adusto, mientras me respondía, enredando en sus dedos un mechón de su cabello bermejo:

-No es como este, es distinto, muy distinto.-insistió, con un deje de ansiedad.- Tuve que llevarlo cuando era niña, y me juré a mí misma que nunca más…Nunca más…-se quedó completamente en blanco, sin poder continuar con su relato. Deslicé mis dedos suavemente por su mejilla, intentando así tranquilizarla.

-Si no quieres ponértelo, no dejaré que te lo pongan. El médico lo entenderá.-añadí en un susurro sobre sus labios de color fucsia, tan cerca de ella que podía mismo escuchar cada vaivén de su saliva, el chasquear de cada parpadeo que ocultaba aquellos ojos vidriosos que apartaban la mirada, para posteriormente en un golpe de párpado volver de nuevo a fijarse en mí, primero en los ojos, luego en los labios, queriendo decirme eso de “eres un inocente, Virtanen, tú no lo entiendes”, pero ninguna palabra emanó su garganta. Suspiré profundamente, poniéndome de pie mientras ella me observaba desde abajo, arrodillada en el sofá de mi estudio. Apoyó ambas manos sobre sus rodillas, como si estuviese esperando a que añadiese, para romper el silencio:-Mañana a las siete de la mañana tengo que coger el avión a Moscova, espero despertarme a tiempo.

-Ville.-me cortó, volviendo de nuevo a clavar en mí aquella mirada cerúlea, que siempre conseguía hacerme ceder.

-Dime.

Me hizo un gesto para que me acercase un poco a ella. Avancé un par de pasos, hasta que noté mis piernas golpear contra el sofá. La miré desde arriba, y ella me miró desde abajo, encogiendo levemente sus hombros estrechos, haciendo que en su espalda sobresaliesen unos huesecillos que parecían alas que querían emerger de su carne de mármol. Apoyó ambas manos en mi vientre, acariciándolo por la zona de los botones, subiendo frenéticamente hacia el pecho mientras hablaba, aferrándose a la camisa con fuerza, mientras me suplicaba, con una voz a la vez sensual, atrevida, y sofocada, entrecortada, llorosa:

-Esas putas serán las dueñas de tu cuerpo, pero yo soy la dueña de tu corazón, ¿verdad?

Creo que ni un latido me llevó contestarle.

-Claro que sí, mi vida.

Una sonrisa de satisfacción le cruzó los labios, anchando poco a poco hasta ir mostrándome, primero, aquellas líneas de expresión que se formaban sobre sus labios, a ambos lados, y posteriormente sus dientes perlados. Extendió una de sus piernas para rozar la mía con su pie descalzo, apoyándolo lentamente en el suelo, primero la punta, luego el talón. La vi entonces alzarse como bruma; deslizando como una ola erosiona la arena las manos por mis costados, hasta poder encontrarse ambas décimas de dedos y entrelazarse sobre mis riñones. Apoyó su cabeza de cabellos candentes sobre mi pecho, acomodando el oído sobre mis costillas, sin poder borrar de sus labios aquella sonrisa triunfal y pícara. Deslizó las manos hacia mi trasero entonces, aprehendiendo mi cinturón; supe inmediatamente que no quería que me fuese sin catarme una vez más. Una de mis manos, las cuales la abrazaban con dulzura oprimiendo su cabeza, serpenteó paulatinamente por su nuca, su costado, manteniéndose al margen de la cicatriz, bajó, bajó, hasta voltear hacia su vientre, e irse asomando por el tiro de su falda larga, hasta poder rozar el vello de su sexo, introduciendo en él las yemas, hasta hacerla estremecerse completamente, de arriba abajo, entre mis brazos.

-Me vas a echar de menos, ¿a que sí, mi amor?-murmuré sobre su oído, intentando separar su cabeza de mi pecho, mas con cada caricia contra su clítoris más se convulsionaba contra él, entreabriendo los labios para soltar un jadeo. Fueron entonces sus manos las que, sin separar el oído de mi corazón, se introdujeron en mi pantalón, burlando el bóxer para aferrarse a mi miembro, clavando en él sus largas uñas negras, haciendo que soltase un excitado gemido.

-¿Y tú a mí? ¿Me echarás de menos, Virtanen?

Correspondí al intrusivo agarre con un hundimiento mayor de mis dedos en su vulva abierta y húmeda, más lubricada cuanto más rozaba su clítoris enorme e hipersensible, haciendo que ella se contorsionase contra mi cuerpo, ahogando sus chillidos de placer con fortísimas mordidas en mi camisa. Agitó bruscamente mi miembro, haciendo que notase cómo entre rachas de un tremolo en la tercera cuerda de un violín poderoso se iba endureciendo y erguiendo, hasta semejar una afilada e enhiesta estaca. Aferré su pierna pálida con la otra mano, haciendo que la subiese a mi cintura, mientras sacaba la otra del interior de su sexo para desabrocharme el pantalón, hasta llevarlo engarzado en los tobillos, junto al bóxer. Se apresuró Christine a deshacerse de sus bragas encharcadas de flujo ardiente, subiendo ella misma la otra pierna a mi cintura, a la par de la otra. Con uno de sus brazos se agarró a mi cuerpo temerosa de caerse, mientras con el otro se levantaba la falda larga, pugnando porque no entorpeciese el roce entre ambos sexos. Bruscamente, y tal y como un animal que embiste, corrí hacia delante hasta que la espalda de Christine golpeó sonoramente contra mi piano destapado, haciéndola sentarse sobre las teclas. Comenzaba una melodía que no quería tener fin.

Su cuerpo grácil se echó hacia atrás un instante. Muy adentro comenzaba a sentir aquella racha de semen gélido, que caía por sus piernas abiertas junto con su incandescente humor. Entre besos apasionados, notas cumbre, rítmicas, de la misma duración, para poder respirar. Inspirar, y un beso. Espirar sobre los labios. Y un beso, lento, lento. E inspirar. Completamente acompasados el violín de su cuerpo y las teclas del mío. Al convulsionarse su pelvis, el piano comenzaba a emanar sonidos; quizás a otra persona le parecerían incoherentes, mas mi mente hilvanó los compases que mi mente creaba, que salían de las manos intrusivas de Christine, con aquellos fortuitos golpes de notas, convirtiéndolos en una melodía tan sumamente dulce que excitaba mis sentidos. Christine clavó sus uñas en mi espalda, haciendo que ahogase un gemido de dolor amordazado y desenfrenado placer. Poco a poco, se fue derrotando el líquido de mi sexo en su interior con más furia, al tiempo que un gozo sin límites inundaba todo mi cuerpo, bloqueando por completo cualquier acción, incluso respirar podría entorpecerlo. Ella, perfectamente acompasada a mi orgasmo, dejó escapar de su fina garganta un chillido, como el graznido de un cisne, que paulatinamente fue menguando, menguando, recuperando la respiración, acurrucándose en mis brazos, volviendo a apoyar la cabeza sobre mi pecho. Con una de mis manos aprehendí el tiro de mis bóxer y mis pantalones, colocándomelos sin siquiera haberlos abrochado. Aferrándola con ambas manos, tomé a la dama pelirroja en brazos, la cual se agazapó contra mi cuerpo tal si fuese una niña, exponiendo a la vez una sensualidad irrefrenable. Me incliné para besarla en la frente, murmurando al tiempo cerca, muy cerca de su piel:

-Pensaré en ti antes de cada concierto, para que me des suerte desde aquí.

Christine, con un deje de picardía sutil en el rostro, mas con una inocencia cuasi impropia de ella, aprehendió mi camisa, escondiendo el rostro contra mi pecho mientras murmuraba, con un tono de voz altivo a pesar del gesto, y sugerente:

-Prefiero que pienses en mí antes de tirarte a alguna de esas zorras.

Y entre risas con un deje de lascivia, entre besos furtivos en los recovecos más recónditos de la piel, lentamente nos introdujimos entre las sábanas. Todavía no nos habíamos separado y ya nos echábamos de menos.
                                                      ***
Rasguidos. Desgarros. Notas. Etéreas, evanescentes, gráciles surcan el aire. En el mismo momento en el que las escucho se escapan, sin dejar siquiera una reminiscencia de su presencia. Tremendamente frenéticas, huidizas, atrayentes, conseguían perturbar mi sueño. ¿De nuevo sería mi mente que no dejaba de trabajar? No...No parecían obra mía. Ni siquiera denotaban melancolía, o una vaga tristeza, sino un dolor cuasi inhumano, una angustia agonizante, eran como puñaladas en medio del alma aquellas caricias para mis oídos. No sólo escuchaba aquella música, sino que parecía sentirla vibrar en mi esternón tal si fuese congoja que no me dejase respirar, como escalofríos que recorrían cada vértebra, perturbando su rigidez, punzadas en mis lacrimales. Denotaba un sufrimiento tan crudo que parecía querer matarme por dentro. Fue entonces cuando mis párpados se abrieron, vislumbrando manchurrones nublados de la habitación a oscuras. Seguía incluso fuera de mis sueños escuchando aquella melodía extraña, que por momentos cesaba, mas volvía a retomarse prácticamente al instante, con mucha más fuerza que anteriormente. ¿Pero cómo…? Palpé a mi lado, necesitaba abrazarme a mi pareja, no podría soportar que ella sintiese aquella dolorosa desnudez, mas a mi lado sólo había frío…Sábanas completamente gélidas… ¿Christine?

Me levanté de la cama con diligencia a pesar del cansancio. Ahora que había recuperado parte de consciencia me percataba de que aquel sonido solamente podía ser emanado por las manos de una persona, era tan característica la base, mas el nuevo sentido de la melodía me daba escalofríos. Caminé por el pasillo, exponiendo mis aletargados pies al álgido parqué, oteando la fuente de origen de aquellas notas cetrinas, cargadas del más puro dolor expresado por un alma humana. Me detuve entonces en seco. Una puerta. Una luz que emanaba su interior. Había llegado. Me acerqué muy despacio, caminando sobre la punta misma de mis dedos como lo hacía Anja. Contuve la respiración, asomando poco a poco la frente y con ella los ojos al interior del cuarto de baño.

En los dos ojos se me clavó. En los dos ojos y en el corazón más fieramente todavía. Aquella imagen, ¿cómo olvidarla? Christine estaba sentada de rodillas sobre las baldosas nacaradas, de espaldas a la puerta asiendo su violín. La melodía había cesado, pero ahora era el llanto verdadero el que perforaba mi interior con fiereza. Se abrazó al instrumento arqueando la espalda enferma y desnuda, entreabriendo sus labios carmín para poder respirar fuerte, fuertemente antes de desgarrar su delicada garganta con un gemido tan angustioso que oprimió mi corazón con tantísima violencia que me separé de la puerta por pura necesidad. Apoyé la espalda en la pared al lado del marco. Todavía podía escucharla llorar desesperada, sin articular ni un solo sonido más, ni una palabra, ni un lamento, simplemente la más primitiva expresión de dolor. La deslicé lentamente por la pared quedando finalmente sentado en el suelo, con ambos puños contra el pecho. No debía entrar, aunque una imperiosa necesidad me lo conminase, sé que si supiese que la he visto llorar se sentiría más impotente, y a la vez cada sollozo acababa más y más conmigo. ¿Qué te pasa, mi vida? Preguntaba mentalmente, ¿qué coño te pasa? Estabas tan bien antes, tan animada, como siempre conmigo, incluso me habías mandado relajarme, ¿qué es lo que te hace tanto daño, Christine, qué es? Mi labio inferior comenzó a temblar de angustia, ahogando mi propia respiración en las lágrimas que furtivamente comenzaban a surcar mis ojos. Eran unas notas tan tristes, tan llenas de desasosiego, tan colmadas de cariño a la vez. Seguro que había sido por aquel puto corsé, ¿verdad?, que tanto la había hecho sufrir. Ella sabía, mi vida, mi niña, que yo la liberaría de su prisión con solamente una mirada. ¿Por qué entonces no me lo había pedido, mandado una señal, aunque fuese tan discreta que nadie más que ella y yo la entendiésemos? Ladeé la cabeza suavemente para poder observarla. Cada uno de sus gemidos parecía estar matándome, y sin poder hacer nada para acallarlos. Escuché entonces un leve sollozo escaparse ya no de mis labios, sino de lo más hondo de mi ser. Me tapé la boca con una mano, cerrando los ojos para que las lágrimas me arrasasen las mejillas, me hiriesen bajo los ojos con su humor ácido. Había tantas cosas que sentía no saber, tantos secretos que guardaba entre sus gruesos labios, que solamente su fiel violín conocía. Cada vez sentía más y más angustia creciendo en mi pecho, impidiéndome respirar; no era solo el dolor por verla en aquel estado, sino la impotencia, por no poder ayudarla; la rabia, al saber que no quería revelarme la razón de su malestar. La noche fluía entre lágrimas, entre el pizzicato de sus dedos asiendo el mástil del violín con fuerza, entre las notas cada vez más nítidas que sentía. Y poco a poco, solamente escuchaba silencio, silencio…

Volteé mi tronco con el mayor sigilo que me pude permitir, para poder observar el interior del cuarto de baño. Ignorando las punzadas en el corazón. El cuerpo de Christine, acostado sobre las baldosas, apoyado en el lavabo, aferrado a su fiel instrumento, estaba completamente inerte. Con silencioso ademán arrastré mi rodilla para poder traspasar el limbo que me ataba al pasillo, acercándome gateando lentamente hacia ella. Entonces fue cuando pude observar cómo su hombro se alzaba con levedad. Respiraba. Debía haberse dormido entre llanto. Me mordí los labios, avanzando hacia ella con mayor rapidez, hasta notar su calor colisionando contra mi pecho desnudo. Envolví su cuerpo con mis brazos, deslizándolos por su vientre, hasta engarzarlo en un costado, y el otro bordeando su espalda, rozando la cicatriz con tanta cautela que ni siquiera la noté moverse, hasta toparse con la otra mano en el mismo lugar. Acerqué mi rostro al suyo, respirando por la nariz suave, lento, mas con profundidad, para que pudiese escucharme, pero sin percatarse siquiera, como si fuese parte de un sueño. Un beso candente y cauteloso se depositó en su pálida mejilla, mientras mi frente se iba apoyando sobre su sien. ¿Por qué demonios tenía que abandonarla, ahora? Nunca antes la había visto llorar, me había quedado casi en shock. Ignoro cómo pude cerrar los ojos, si aún sentía el corazón palpitando. El mío y el de ella. El mío más fuerte y el suyo más rápido. Volví a colmar otro beso húmedo sobre su mejilla, imprimiendo sobre ella mi aliento cálido; era lo único con lo que podía brindarle calor, ya que mi cuerpo se encontraba siempre congelado. Lentamente, el sueño me fue pudiendo, el agotamiento, y me quedé dormido junto a ella, sin querer soltarla, sin querer abandonarla, teniéndola cerca, cerca, cerca…

Tit-tit-tit. Tit-tit-tit. Unos leves pitidos agudos llegan a mis oídos, haciéndome estremecerme. Entreabro los párpados, lagrimeando debido a la fotosensibilidad propia de primera hora de la mañana, ladeando levemente la cabeza. Era mi reloj de pulso, que marcaba nervioso las seis de la mañana. Debía vestirme, hacer la maleta y coger el avión hacia Rusia. Lejos de mi hermana y de Christine, de las mujeres de mi vida. Dudo que mi manager me dejase volver a pisar Helsinki después de unos cuantos conciertos. Como compensación por los días de baja, los cuales le costaba admitir que no fueron un descanso para mí, sino una acumulación de tensión y ansiedad que semejaban querer matarme lentamente. Apago la insistente reprimenda del despertador, deslizando mis ojos hacia ella. Christine todavía seguía durmiendo, sin percatarse de nada de lo que pasaba a su alrededor. Aún arrodillada sobre el suelo, flexionando sus larguísimas piernas desnudas, con su sexo parcialmente cubierto por uno de los muslos, apoyando su hombro y una mejilla sobre la pared álgida, aún con la perenne marca de sus lágrimas tatuada en el rostro, parcialmente oculto por su melena bermeja. Si en algún momento tuve que amarla con todas mis fuerzas, fue entonces. Cuando se había liberado de todas las máscaras, absolutamente de todas, y me mostraba a una Christine que nunca antes había visto. A la Christine indefensa, trémula y frágil, huidiza, que se escondía detrás de una mujer fuerte y sensual. El frío escandinavo tornaba los corazones de hielo y los cuerpos de escarcha. Me inclino hacia delante para besar uno de sus hombros, intentando no despertarla. Temía que si lo hacía, y ella supiera que la había visto llorar, se pusiera nerviosa, a chillar como una desquiciada. Sabía que nunca admitiría su fragilidad innata, nunca. Me levanté, muy despacio, sosteniéndola por los costados, como si temiese que sus vértebras se derruyesen sin mi apoyo, colocándola cuidadosamente contra la pared, hasta que salgo del baño, con una congoja dentro que no la extinguiría ni la ráfaga de viento más furiosa.
                                           
                                                                             ***

-Virtanen, ¡Virtanen!

-¿Eh? ¿Qué pasa?

-Estás como dormido.-masculló mi manager, mirándome de soslayo.

Ahora volábamos a unos 500 metros de Helsinki. A unos 500 metros de Christine. Y de sus lágrimas.

-No he tenido una buena noche. Déjame descansar un rato.-le ordené. Habría de ser una de las pocas veces en las que podría mandar en mi manager y él me haría caso.

Miré por la ventana del avión, suspirando. Nunca olvidaría aquella noche, nunca mientras siguiese vivo. Había desgajado completamente las imágenes de la música, e iba recopilando con enorme exactitud aquellos roces de violín, suave, las notas en pizzicato, con puntillo, que se sucedían al hacer presión sobre mis hombros, y luego aquella sinfonía, in crescendo, con anima, con fuoco, con un continuo ritmo marcado con el trasero de Christine colisionando contra las teclas, gimiendo. Y luego, aquellos intensos acordes, que me llevaban, que nos llevaban, al dolor más grande jamás sufrido.

Así es como titulé aquella partitura que hizo temblar el auditorio de Moscova. La primera lágrima, mi primer dolor de corazón. 

domingo, 17 de julio de 2011

Valo Pimeasä


Guardo tu luz dentro de mí. A veces me gustaría pedirte que la vieses, mas está escondida en algún rincón de mi corazón cansado. Sostengo la teoría de que cuando me muera formará una breve estela en el cielo, ¿no crees? Una estela azul, que palpitará entre el resto de astros. Así, cuando me eches de menos, simplemente cierra los ojos y escucha.
Dices que cierras los ojos y sabes que estoy a tu lado. Me mantengo en silencio, e incluso así sabes que estoy cerca. Cuando te abrazo por detrás, mi exiguo calor, mi olor me delatan. La luz azul es fría, cielo, tócala, es la luz de un hijo del invierno, no sabe convertirse en una vivaz energía calorífica. Es una luz triste. Y aún así, chispea cuando estás conmigo. Me haces sonreír, y cada sonrisa será un minuto más de vida. Vida, no respiración forzada, corazón de latidos mecánicos. Vida.
Apenas pude terminar el instituto, de hecho, ignoro si mis estudios serán válidos en este país. La única que me enseñó fue la calle, de hecho, fue la única que parecía quererme. Y sin embargo, me cualificas de médico. Un médico que cura corazones enfermos. Nena, el tuyo lo cuidaré como si fuese un pequeño y cándido tesoro, como si fuera una flor de escarcha.
¿Un consejo? Nunca abandones esa luz plateada que desprendes, no dejes que se apague. Continúa rozando mi piel con tus dedos de artista; esa exótica escala Kumoi siempre logra ponerme de buen humor. Y recuerda, sé como el bambú, que aunque sea frágil, el viento nunca conseguirá arrancarlo de la tierra donde está clavado.

lunes, 11 de julio de 2011

Al otro lado de la navaja

El final se vislumbraba al otro lado del estrecho borde cenizo de fulgurantes estelas más largas que la propia luz. Aquella fantasmal presencia de opresión, y sangre, y dolor se desvanecía, y a la vez me recordaba que siempre iba a estar ahí. Corte tras corte se despedazaba aquel tránsito de mi vida, aquel breve e intenso fragmento que colisionaba con mis lágrimas y quebraba todo lo que podía llegar a ser en mil pedazos. Corte tras corte sentía que se iba algo de mí, que me iba a hacer bien, y a la vez que me escocía como alcohol de quemar en una herida que no cura. Corte tras corte.  

No era la primera vez que me sorprendía a mí mismo volviendo atrás en el tiempo. Acostumbraba a aparecer entre mis sábanas cuando estaba solo, no en aquellos momentos gloriosos o exasperantes en los que estaba envuelto por los brazos de algún ser. Con el crepitar de un fuego extenso que envolvía mi mente en llamas, cegando toda conexión con el presente, volvía a ser débil y sumiso. Retornaba a un estado de pequeñez tan absoluta que podía ser aplastado por la punta de su zapato, y eso sería indoloro, pero no. Mis párpados pugnaban por abrirse a pesar de la ley gravitatoria, que estaba de su contra, y en contra de las lágrimas que coagulaban en mis córneas impidiéndome fijar el campo de mi visión. Ole hyvä” articulaban mis labios entumecidos, gélidos como al nacer en un gemido, solamente ocupados en entreabrirse para poder aprehender, atraer hacia el fondo de mi garganta una ráfaga de aire que pudiese introducirse comprimido en mis pulmones de papel de liar, y salir entrecortado, haciendo que comenzasen a sacudirse, y con ellos todo lo que mis costillas acristaladas eran capaces de contener. Un fortísimo golpe en el epicentro del dolor más inhumano imaginable, peor que desde la cutícula de la uña ir arrancando toda la piel, se descarnaba un trémulo temblor por toda mi carne, como si fuese un oleaje bravío, que arrasase peor que cualquier incendio con toda la vida que pudiese haber dentro de mí.  “En ole elossa. En ole elossa. Sydämeni lyö, mutta en ole elossa”. Y como un desvelo mis párpados se abrían. Con suerte, estaría solo, en algún hotel Dios sabe dónde, libre para calmarme. Más desafortunadamente, estaría en la habitación de casa de mi madre, con Anja, que me habría movido de un lado hacia otro hasta que mi cuerpo, ovillado sobre sí mismo, se dilatase, y dijera, respondiendo con ello a todas sus cuestiones, “princesa, estoy bien, vuelve a la cama”. Aquello que quería oír.

Siempre es una opresión. Tan fuerte que mismo parece resquebrajarme por dentro. Las costillas se tornan de manteca. Mi corazón no es más que una cámara de aire, cual globo, que estalla en sangre. Pero lo siento sobre la tráquea con más intensidad. Cubierta por piel fina que apenas protege el preciado canal. Y lo siento, y recuerdo, y noto el tacto de aquellos dedos pulgares. Más grandes que mi nuez de adulto, casi la mitad de mi cuello de crío. Una ligera presión, el ceño fruncido, y encajaba irado su huella dactilar impresa en mi piel. Clavo la mirada en el techo, y me parece verle ahí, sobre mí, acechando, como el manto de una sombra oscura que impide que vea lo que hay a mi alrededor. Inmoviliza mis articulaciones de miedo. “Jätä minut rauhaan. Ole hyvä, jätä minut rauhaan” y esta vez no chillo las palabras, sino que las susurro, en un hilo de voz tremendamente débil, sin apenas poder mover los labios, con la vista clavada en aquella sombra espectral e ilusoria. “Olet häviäjä!” envuelven el ambiente las vibraciones de un timbre de voz estentóreo como un ronco trueno, desgarrando como filo de un cuchillo, imprimiendo sobre mi piel su chirriante música metálica, mis lacrimales, presionándolos para que comiencen a chorrear lágrimas por todo mi rostro, haciéndolas fluir como riachuelos de sangre. Entreabro los labios. No soy capaz de respirar. “Kusipää, itke kuin nainen”. A medida que las palabras van ganando volumen, van reforzando su ira, se corta el flujo del aire, reduciendo el ancho del conducto que lo hace entrar en mis pulmones, oprimiendo la nuez, queriendo hacerla en cualquier momento quebrar. El concierto va a empezar. Me inquieto. Quiero liberarme de él. De la opresión. Volver a respirar. “Ole hyvä” repito sin poder frenar las lágrimas. Cada sollozo restringe más la duración de mis inspiraciones. Pero no puedo calmarme. No puedo. Está tan cerca. Escucho hasta el crujir de sus malditos dientes. Intento alzar la mano. Soy incapaz. La debilidad se apodera completamente de mí. Hasta que lo único que soy consciente de escuchar es el incesante bombear de mi sangre, impreso en mis sienes, deslizándose hasta mis oídos. No como un latido seco y contundente, sino casi como el vaivén del agua. Vas a conseguirlo, pienso para mis adentros. Vas a conseguir acabar con mi maldita vida. Y de repente, la presencia se disipa, la opresión se convierte en un resentimiento, recupero la respiración, mi corazón adopta un ritmo normal, en el mismísimo instante en el que mi manager entra en mi camerino y me dice que el público me espera.

En aquella casa me era imposible sentirme del todo a gusto. Su aura todavía flotaba por ella, de una forma tan sutil como fluye por el ambiente el aire. Cada vez que le doy las buenas noches a Anja, me inclino sobre ella y apoyo mis labios en su frente. Y en ese preciso momento alzo la mirada en un golpe de vista. Todavía mi corazón trémulo, como el de un corderito a punto de sacrificar, teme que él esté allí, y vaya a hacerle daño. Y no puedo permitirlo, no quiero que siga sintiéndole tan cerca de mí como mi propia piel, no quiero…

-¡Mamá! ¡Ven a la habitación!

Mi navaja se desliza como una bailarina de hierro graciosa, cortando con la punta de su pie puntiaguda todo resquicio de dolor que hay dentro de mí. Me tiemblan las manos, los pulsos parecen no responderme, mas hago un esfuerzo porque continúen cortando. Debo eliminar su presencia, cualquier recuerdo, debo destruirlos. Olet kuollut. Olet kuollut. Olet kuollut. Es lo único que me repito a regañadientes, con un tono de voz tan feble que mismo parece el murmullo de un grifo dejando correr el agua. Esas palabras me tranquilizan, me calman. Inspiro. Olet kuollut, olet kuollut, olet kuollut. Espiro. Y entre las lágrimas que colisionan como meteoritos cruzando el cielo que se estrellan contra pesados de papel cortado, el cuchillo continúa su labor, y mis labios crepitan.

-Ville.

Giro la cabeza. Anja apoya su mano en mi hombro. Parece preocupada, ¿qué le pasa? Entonces por fin vuelve a mí la consciencia, se rompe el enfermizo hechizo que había cernido sobre mí aquel horrible recuerdo. Me sitúo en el tiempo. 22 de enero. Aniversario de la muerte de mi padre. Entre mis manos, mi navaja, y decenas de fotografías mutiladas. Mi madre lloraba en el marco de la puerta, asustada. Mi hermana, en cambio, estaba inquieta, pero sabía lo que me pasaba, se imaginaba todo el dolor que tenía dentro, mas en su inocencia, solamente me preguntaba “¿qué te pasa?”Acerqué una de mis manos a su nuca, la presioné para que se arrodillase frente a mí, y la envolví en mis brazos. Ya no sentía aquella presencia, había desaparecido, ya no parecía querer amargarme más la existencia. Le brindé infinitos besos trémulos sobre las sienes, todavía lloraba, los latidos parecían querer calmarse. No pasó nada, princesa, estoy mejor. Mucho mejor.

Las heridas que aquel cabrón había dejado dentro de mi mente no iban a sanarme nunca.


viernes, 1 de julio de 2011

Miedo

Una palabra. Cinco letras. Cinco cuchillos que se me reparten por todo el cuerpo, que se me clavan con mitómana fiereza. Un desgarro seco y yerto que parece exorcizar mi alma del propio cuerpo que la salvaguarda. Un dolor tan profundo que me crece y me mata por dentro. Si la escucho de esos labios.
Esa palabra.
Para mí.
Es peor.
Que el veneno

Una se me clava en la mismísima boca del estómago, me lo cierra como una mano adusta y fuerte que me retuerce el esófago hasta que me es imposible tragar un solo bocado. Pero tengo que hacerlo, porque quiero que sea ella la que lo haga. La miro, y se mantiene a mi lado estática. Antaño se colocaba enfrente de mí. Y hablábamos. Ahora su voz se ha extinguido, es una vela apagada, que solo desprende el humo débil y quebrado de la llama que algún día estuvo encendida. Sabe que el más minúsculo fragmento de comida que entre por su boca será inmediatamente regurgitado. Por eso me mira. Y en sus ojos hay una tenue y titilante luz cetrina. “Tengo miedo”.

Otra me apunta directamente al pecho, perforando la aorta sin hesitación alguna. Y de esta manera tan cruel, no sólo daña, sino que me hace rogar que se me aloje en el corazón, para no tener que verter tal cantidad de sangre. Cárdena. Como la bilis negra. Las sábanas parecen envolverme en una atmósfera de madre protectora, haciendo que durante un par de horas me vaya durmiendo, muy lentamente, hasta que me siento balancear. Abro los ojos cubiertos de amarillenta escarcha, intentando entre las rendijas de las pestañas ver de quién se trata. Lo sé de sobra. Su música se delata. Frunzo el ceño. Dios sabe cuán horribles pesadillas la atormentan. “Tengo miedo”. Y se adentraba en la cama. Y se aferraba a mis costados.

La tercera es lo sufientemente cruel para escupirse como agujas diseminadas contra mis dos ojos, penetrando hasta el fondo de mis pupilas, hasta que todo lo que puedo ver son lágrimas. Gélidas. Pero dulces. Como el helor del invierno. Ignoro cuándo adquirió aquella asquerosa manía de mirarse al espejo exactamente cada hora, precisa como un reloj suizo. Y el reflejo le engaña, es malo con ella, es como un monstruo de lapas de fuego que le abrasan la carne, de garras afiladas, curvilíneas, de esas que se deslizan por la garganta con el sigilo de una serpiente, y rasgan, rasgan, hasta la arcada. Es una enorme mole de ceniza, que en un solo suspiro de cordura se descubren unos huesecillos cubiertos por un manto de piel. Muchas veces se mira en ropa interior y pregunta si está más delgada, clamando que ha perdido dos malditos kilos como quien narra el nacimiento de un hijo. Con ilusión. Convencimiento. Ternura. Y una sonrisa. La cojo de la mano y la alejo de la habitación, poniendo cualquier excusa de pretexto. Entonces, parece recordar todo por lo que estamos luchando. Ella. Y yo. “Tengo miedo”.

La próxima se dirige en cruel sendero hacia mis pulmones, y, cual granada de mano, extiende todo su daño por cada uno de los bronquios. Como una nube tóxica que marchita un campo de flores, haciendo que pierdan su color, y se cierren. A veces, ella sola no es capaz de aguantar el peso del recuerdo sola, entre cuatro paredes estrechas. Por mucho que intenten ayudarla, no la comprenden, no saben todo lo que guarda dentro. Sus secretitos. Que para mí son como tesoros. A veces a ella también le traicionan los bronquios, y entre lágrimas pierde la respiración. Una enfermera viene a desentumecer mis músculos cuando me dice que entre en la consulta. Todos, salvo el corazón. Me acerco a mi princesa, inclinándome sobre ella para que me abrace. El tiempo que ella vea necesario. Y debo mantenerme firme. Yo soy su héroe, su caballero de brillante armadura, debo permanecer impasible y fuerte, para inculcarle todo el apoyo que necesita. Entonces es cuando siento que los pulmones se me cierran. Me piden llorar con ella, llorar de impotencia, llorar de amargura, me piden gemir y chillar y desahogarme. Pero no puedo. Y me anego. Intentando respirar. “Tengo miedo”.

Y la última puñalada, la última afilada verba, aunque semeje la más llevadera, es la más cruel. Se me metió por la boca, me rasgó el paladar y la lengua, y la garganta, y me sesgó las cuerdas vocales. Como quien siega trigo. Manchado de sangre. Recuerdo que estaba desayunando. Un café. Amargo. Como el regusto que tenía en la boca. Y llegó ella y se me sentó al lado, mirándome. Princesa, ¿por qué me persigues? Le cuestiono; no podía soportarlo más, tenía que saberlo. Y sabía cuál era su respuesta. “Tengo miedo”. La silla se arrastró hacia atrás hasta sucumbir a la ley de la gravedad y provocar un estruendo peor que un trueno rompiendo en el cielo de tormenta. Me incliné hacia ella, como quien suplica, como quien ruega, como quien implora. ¡¿Pero a qué le tienes miedo, Anja, a qué coño le tienes miedo?! Y entonces, al ritmo que las lágrimas comenzaban a quebrarse y retorcer mis lacrimales, por mi garganta se deslizó como ácido aquella palabra. Y me quedé en silencio, inerte, estático, dejándome caer de rodillas. Sería la primera y última vez que me derrumbaría delante de ella.

“Älä pelkää, prinsessani. Minä suojelee sinua. Mikään ei satuta sinua. Kukaan ei satuta sinua.”