miércoles, 2 de marzo de 2011

Winter 2003, Helsinkki, Finland: She's my hell

Las nueve y media. Ni un minuto más, ni un minuto menos, marcaban las agujas de reluciente oropel de mi reloj recientemente comprado. Un pequeño capricho que me había permitido con una mínima parte del dinero que había ganado en mi anterior concierto.

Había llegado demasiado pronto al bar de siempre, tanto, que solamente se escuchaba el latir del reloj, tan diminuto y tan frágil que semejaban golpecitos irregulares en una urna de cristal fino, que con un poco de fuerza podía quebrarse en mil pedazos. El dueño del bar me había dado las llaves para que le hiciese unas chapuzas en el piano. Mirar si está afinado y todo eso, supongo, pienso y quiero pensar, que se lo debo por haberme dado trabajo tanto tiempo. Me senté en el taburete que está enfrente del piano, sin hacer ni un solo ruido, como quien suelta una pluma para que caiga con delicadeza sobre él. Me echo el cabello hacia atrás con ambas manos, dejando que los mechones ligeramente rizados se enreden en mis dedos, los cuales todavía el tiempo no les había dado un castigo. Dejo los ojos completamente abiertos, observando el techo de color blanco sucio fijamente. Como si fuese una cáscara que pudiese resquebrajar con una sola mirada punzante. Todavía cuando cerraba los ojos seguía apareciendo ella ante mí. Ella y sus notas de un azul intenso, de un azul tan fuerte como el de un beso, una de sus mordidas pronunciadas, pinzando mi miembro con las puntas inocentes de sus dientes como sierras. De ese azul que me provocaba cada uno de los roces de sus uñas negras, cada aliento que imprimían sus labios muy cerca de mi cuello. No podría describir la tonalidad, aún hoy me es imposible. Era potente como un azul marino, mas frágil como un azul celeste, atrevido como un azul eléctrico, mas harmonioso como un cyan. Era un color endemoniado, era un sentimiento endemoniado. El de ella y su violín. El de aquella música tan apetecible y diabólica, de aquel instrumento extraño, que descargaba unas notas tan llenas de angustia y de rabia, que sonaban como un gemido enunciado con un dolor inhumano, como un chillido con el que parece escapársete la voz de lo más hondo de la garganta, un harmónico y nítido alarido, preciso como el cortar de un cuchillo de escueto filo arrebatándote la capa más externa de la piel del alma. Cada vez que lo recordaba....Me eché hacia delante de forma brusca, apoyando mis codos sobre la tapa. Y otra vez entre la oscuridad de un parpadeo allí estaba ella...

¡¡Joder!!

En ese momento, una mano fría, sobre mi nuca desnuda, unos dedos certeros, álgidos, poseedores de un azul atronador, me hicieron sobresaltarme, tornando en amarillo toda sensación. Di un respingo en el asiento y caí hacia delante, deteniendo con mis brazos todavía fuertes la caída sobre el piano. Una risita. Húmeda, diáfana, cristalina, se materializó en un cuerpo de mujer.

-Joder.-inquirí, llevándome una mano al pecho en un acto reflejo.-La próxima vez avisa.

-¿Te he asustado, cariño?-preguntó, con una voz esta vez un tanto más grave y sensual, atusándose la melena pelirroja mientras se colocaba de pie a mi lado, mirándome desde arriba con cierta superioridad.

-No, claro que no.-me apresuré en contestar fríamente, volviendo a fijar la mirada en el piano.

Sus caderas se balancearon hacia mí como si fuese el péndulo de un reloj, marcando los pocos segundos que le llevó acercar su nariz completamente a mi mejilla, mientras deslizaba las uñas por mi cuello oteando por la yugular, susurrándome posteriormente, con el crepitar sutil de una serpiente:

-Vamos, cielo, he visto a boxeadores con el corazón tan acelerado como tú.

No tardó en romper en un efímero segundo la proximidad, dejándome completamente sin palabras. Todavía en mis fosas nasales residía aquel aroma femenino. Permaneció de pie al lado del piano, rozándolo con el canto de las uñas mientras pronunciaba:

-¿Trabajas aquí?


-No…Bueno…Sí, a veces vengo a echarle una mano al tío del bar cuando tiene poca gente.

Su lúbrico cuerpo edénico se acercó de nuevo a mí, rozándome los hombros con las palmas de las manos, mientras de sus labios se escapaban unas palabras vehementes, cuidadosamente envueltas en aquella voz sensual y aterciopelada, asiéndolas entre sus labios rojos para cuidadosamente ir masticándolas al hablar:

-Eres increíble, escucharte es una autentica delicia. Tú puedes brillar,-inclinó su cuerpo para poder observarme por un costado, pudiendo ver un competitivo destello que esplendía en sus pupilas.-dejar a tus enemigos sin habla. No puedes conformarte con menos, Virtanen.

Desvié mi mirada hacia ella bruscamente. No me esperaba en absoluto que hubiese averiguado mi apellido, ni siquiera podía caberme en la cabeza cómo lo había sabido, haciendo tantísimos Villes en todo Helsinki. Al ver mi expresión de sorpresa, volvió a reírse de nuevo, tapándose los labios con las manos, como si hubiese dicho algo que no debiera. Molesto, volví a dirigir mi cuerpo hacia el piano, frunciendo el ceño mientras murmuraba:

-No hagas como que sabes todo sobre mí solamente por un simple polvo, Christine.

Y fue al escuchar de mis propios labios aquel nombre hechizado cuando me quedé completamente en blanco con la boca entreabierta y la mirada fija en la pared. Le había puesto en bandeja de plata su gran jaque mate.

-Pues para haber sido un simple polvo, todavía te acuerdas.-clamó orgullosa, contoneándose hacia mí con un aire ganador.

-¡Está bien!-chillé, golpeando la tapa del piano con ambos puños, provocando un estentóreo golpe.-Está bien, desde esa noche no dejo de pensar en ti y en ese jodido violín tuyo. ¿Era eso lo que querías oír?-alcé la cabeza, respirando agitadamente por el nerviosismo, apretando entre sí ambas filas de mis dientes.

Christine, en cambio, se acercó a mí serena y tranquila. Apoyó sus dos grandes, yertos e enhiestos pechos sobre la tapa, lo suficientemente cerca de mi propio pecho para que acelerase todavía más mi propio aliento y susurró muy suavemente, mientras sus uñas volvían a deslizarse por mi cuello con delicadeza suma.

-Hay muchas cosas que quiero oír de esos labios tuyos.-los perfiló con el pulgar, esbozando ella misma una sonrisa.-Pero eso será en su debido momento,-acercó su rostro al mío para poder concluir en un murmullo.-pianista.

En un evanescente movimiento se separó del piano y, sin darme tiempo a reaccionar, me dio la espalda para irse, balanceando sus caderas en un movimiento sutil, tan promiscuo como inicuo. Pude observar como su silueta se aliaba con la oscuridad de la estancia, convirtiéndose en una negra sombra, que relucía destellos bermejos cada vez que meneaba su lustroso cabello. Fue un acto involuntario el desviar la mirada hacia el piano y encontrar un papel sobre la tapa, el cual pincé entre mis dedos todavía jóvenes y sanos, para poder leer su contenido, el cual inevitablemente provocó un ataque de risa incrédula por mi parte. Era una entrada, de mi concierto en el Hartwall Areena, hacía un par de noches. Entonces caí en la cuenta.

Ella ya conocía todo sobre mí.