domingo, 17 de julio de 2011

Valo Pimeasä


Guardo tu luz dentro de mí. A veces me gustaría pedirte que la vieses, mas está escondida en algún rincón de mi corazón cansado. Sostengo la teoría de que cuando me muera formará una breve estela en el cielo, ¿no crees? Una estela azul, que palpitará entre el resto de astros. Así, cuando me eches de menos, simplemente cierra los ojos y escucha.
Dices que cierras los ojos y sabes que estoy a tu lado. Me mantengo en silencio, e incluso así sabes que estoy cerca. Cuando te abrazo por detrás, mi exiguo calor, mi olor me delatan. La luz azul es fría, cielo, tócala, es la luz de un hijo del invierno, no sabe convertirse en una vivaz energía calorífica. Es una luz triste. Y aún así, chispea cuando estás conmigo. Me haces sonreír, y cada sonrisa será un minuto más de vida. Vida, no respiración forzada, corazón de latidos mecánicos. Vida.
Apenas pude terminar el instituto, de hecho, ignoro si mis estudios serán válidos en este país. La única que me enseñó fue la calle, de hecho, fue la única que parecía quererme. Y sin embargo, me cualificas de médico. Un médico que cura corazones enfermos. Nena, el tuyo lo cuidaré como si fuese un pequeño y cándido tesoro, como si fuera una flor de escarcha.
¿Un consejo? Nunca abandones esa luz plateada que desprendes, no dejes que se apague. Continúa rozando mi piel con tus dedos de artista; esa exótica escala Kumoi siempre logra ponerme de buen humor. Y recuerda, sé como el bambú, que aunque sea frágil, el viento nunca conseguirá arrancarlo de la tierra donde está clavado.

lunes, 11 de julio de 2011

Al otro lado de la navaja

El final se vislumbraba al otro lado del estrecho borde cenizo de fulgurantes estelas más largas que la propia luz. Aquella fantasmal presencia de opresión, y sangre, y dolor se desvanecía, y a la vez me recordaba que siempre iba a estar ahí. Corte tras corte se despedazaba aquel tránsito de mi vida, aquel breve e intenso fragmento que colisionaba con mis lágrimas y quebraba todo lo que podía llegar a ser en mil pedazos. Corte tras corte sentía que se iba algo de mí, que me iba a hacer bien, y a la vez que me escocía como alcohol de quemar en una herida que no cura. Corte tras corte.  

No era la primera vez que me sorprendía a mí mismo volviendo atrás en el tiempo. Acostumbraba a aparecer entre mis sábanas cuando estaba solo, no en aquellos momentos gloriosos o exasperantes en los que estaba envuelto por los brazos de algún ser. Con el crepitar de un fuego extenso que envolvía mi mente en llamas, cegando toda conexión con el presente, volvía a ser débil y sumiso. Retornaba a un estado de pequeñez tan absoluta que podía ser aplastado por la punta de su zapato, y eso sería indoloro, pero no. Mis párpados pugnaban por abrirse a pesar de la ley gravitatoria, que estaba de su contra, y en contra de las lágrimas que coagulaban en mis córneas impidiéndome fijar el campo de mi visión. Ole hyvä” articulaban mis labios entumecidos, gélidos como al nacer en un gemido, solamente ocupados en entreabrirse para poder aprehender, atraer hacia el fondo de mi garganta una ráfaga de aire que pudiese introducirse comprimido en mis pulmones de papel de liar, y salir entrecortado, haciendo que comenzasen a sacudirse, y con ellos todo lo que mis costillas acristaladas eran capaces de contener. Un fortísimo golpe en el epicentro del dolor más inhumano imaginable, peor que desde la cutícula de la uña ir arrancando toda la piel, se descarnaba un trémulo temblor por toda mi carne, como si fuese un oleaje bravío, que arrasase peor que cualquier incendio con toda la vida que pudiese haber dentro de mí.  “En ole elossa. En ole elossa. Sydämeni lyö, mutta en ole elossa”. Y como un desvelo mis párpados se abrían. Con suerte, estaría solo, en algún hotel Dios sabe dónde, libre para calmarme. Más desafortunadamente, estaría en la habitación de casa de mi madre, con Anja, que me habría movido de un lado hacia otro hasta que mi cuerpo, ovillado sobre sí mismo, se dilatase, y dijera, respondiendo con ello a todas sus cuestiones, “princesa, estoy bien, vuelve a la cama”. Aquello que quería oír.

Siempre es una opresión. Tan fuerte que mismo parece resquebrajarme por dentro. Las costillas se tornan de manteca. Mi corazón no es más que una cámara de aire, cual globo, que estalla en sangre. Pero lo siento sobre la tráquea con más intensidad. Cubierta por piel fina que apenas protege el preciado canal. Y lo siento, y recuerdo, y noto el tacto de aquellos dedos pulgares. Más grandes que mi nuez de adulto, casi la mitad de mi cuello de crío. Una ligera presión, el ceño fruncido, y encajaba irado su huella dactilar impresa en mi piel. Clavo la mirada en el techo, y me parece verle ahí, sobre mí, acechando, como el manto de una sombra oscura que impide que vea lo que hay a mi alrededor. Inmoviliza mis articulaciones de miedo. “Jätä minut rauhaan. Ole hyvä, jätä minut rauhaan” y esta vez no chillo las palabras, sino que las susurro, en un hilo de voz tremendamente débil, sin apenas poder mover los labios, con la vista clavada en aquella sombra espectral e ilusoria. “Olet häviäjä!” envuelven el ambiente las vibraciones de un timbre de voz estentóreo como un ronco trueno, desgarrando como filo de un cuchillo, imprimiendo sobre mi piel su chirriante música metálica, mis lacrimales, presionándolos para que comiencen a chorrear lágrimas por todo mi rostro, haciéndolas fluir como riachuelos de sangre. Entreabro los labios. No soy capaz de respirar. “Kusipää, itke kuin nainen”. A medida que las palabras van ganando volumen, van reforzando su ira, se corta el flujo del aire, reduciendo el ancho del conducto que lo hace entrar en mis pulmones, oprimiendo la nuez, queriendo hacerla en cualquier momento quebrar. El concierto va a empezar. Me inquieto. Quiero liberarme de él. De la opresión. Volver a respirar. “Ole hyvä” repito sin poder frenar las lágrimas. Cada sollozo restringe más la duración de mis inspiraciones. Pero no puedo calmarme. No puedo. Está tan cerca. Escucho hasta el crujir de sus malditos dientes. Intento alzar la mano. Soy incapaz. La debilidad se apodera completamente de mí. Hasta que lo único que soy consciente de escuchar es el incesante bombear de mi sangre, impreso en mis sienes, deslizándose hasta mis oídos. No como un latido seco y contundente, sino casi como el vaivén del agua. Vas a conseguirlo, pienso para mis adentros. Vas a conseguir acabar con mi maldita vida. Y de repente, la presencia se disipa, la opresión se convierte en un resentimiento, recupero la respiración, mi corazón adopta un ritmo normal, en el mismísimo instante en el que mi manager entra en mi camerino y me dice que el público me espera.

En aquella casa me era imposible sentirme del todo a gusto. Su aura todavía flotaba por ella, de una forma tan sutil como fluye por el ambiente el aire. Cada vez que le doy las buenas noches a Anja, me inclino sobre ella y apoyo mis labios en su frente. Y en ese preciso momento alzo la mirada en un golpe de vista. Todavía mi corazón trémulo, como el de un corderito a punto de sacrificar, teme que él esté allí, y vaya a hacerle daño. Y no puedo permitirlo, no quiero que siga sintiéndole tan cerca de mí como mi propia piel, no quiero…

-¡Mamá! ¡Ven a la habitación!

Mi navaja se desliza como una bailarina de hierro graciosa, cortando con la punta de su pie puntiaguda todo resquicio de dolor que hay dentro de mí. Me tiemblan las manos, los pulsos parecen no responderme, mas hago un esfuerzo porque continúen cortando. Debo eliminar su presencia, cualquier recuerdo, debo destruirlos. Olet kuollut. Olet kuollut. Olet kuollut. Es lo único que me repito a regañadientes, con un tono de voz tan feble que mismo parece el murmullo de un grifo dejando correr el agua. Esas palabras me tranquilizan, me calman. Inspiro. Olet kuollut, olet kuollut, olet kuollut. Espiro. Y entre las lágrimas que colisionan como meteoritos cruzando el cielo que se estrellan contra pesados de papel cortado, el cuchillo continúa su labor, y mis labios crepitan.

-Ville.

Giro la cabeza. Anja apoya su mano en mi hombro. Parece preocupada, ¿qué le pasa? Entonces por fin vuelve a mí la consciencia, se rompe el enfermizo hechizo que había cernido sobre mí aquel horrible recuerdo. Me sitúo en el tiempo. 22 de enero. Aniversario de la muerte de mi padre. Entre mis manos, mi navaja, y decenas de fotografías mutiladas. Mi madre lloraba en el marco de la puerta, asustada. Mi hermana, en cambio, estaba inquieta, pero sabía lo que me pasaba, se imaginaba todo el dolor que tenía dentro, mas en su inocencia, solamente me preguntaba “¿qué te pasa?”Acerqué una de mis manos a su nuca, la presioné para que se arrodillase frente a mí, y la envolví en mis brazos. Ya no sentía aquella presencia, había desaparecido, ya no parecía querer amargarme más la existencia. Le brindé infinitos besos trémulos sobre las sienes, todavía lloraba, los latidos parecían querer calmarse. No pasó nada, princesa, estoy mejor. Mucho mejor.

Las heridas que aquel cabrón había dejado dentro de mi mente no iban a sanarme nunca.


viernes, 1 de julio de 2011

Miedo

Una palabra. Cinco letras. Cinco cuchillos que se me reparten por todo el cuerpo, que se me clavan con mitómana fiereza. Un desgarro seco y yerto que parece exorcizar mi alma del propio cuerpo que la salvaguarda. Un dolor tan profundo que me crece y me mata por dentro. Si la escucho de esos labios.
Esa palabra.
Para mí.
Es peor.
Que el veneno

Una se me clava en la mismísima boca del estómago, me lo cierra como una mano adusta y fuerte que me retuerce el esófago hasta que me es imposible tragar un solo bocado. Pero tengo que hacerlo, porque quiero que sea ella la que lo haga. La miro, y se mantiene a mi lado estática. Antaño se colocaba enfrente de mí. Y hablábamos. Ahora su voz se ha extinguido, es una vela apagada, que solo desprende el humo débil y quebrado de la llama que algún día estuvo encendida. Sabe que el más minúsculo fragmento de comida que entre por su boca será inmediatamente regurgitado. Por eso me mira. Y en sus ojos hay una tenue y titilante luz cetrina. “Tengo miedo”.

Otra me apunta directamente al pecho, perforando la aorta sin hesitación alguna. Y de esta manera tan cruel, no sólo daña, sino que me hace rogar que se me aloje en el corazón, para no tener que verter tal cantidad de sangre. Cárdena. Como la bilis negra. Las sábanas parecen envolverme en una atmósfera de madre protectora, haciendo que durante un par de horas me vaya durmiendo, muy lentamente, hasta que me siento balancear. Abro los ojos cubiertos de amarillenta escarcha, intentando entre las rendijas de las pestañas ver de quién se trata. Lo sé de sobra. Su música se delata. Frunzo el ceño. Dios sabe cuán horribles pesadillas la atormentan. “Tengo miedo”. Y se adentraba en la cama. Y se aferraba a mis costados.

La tercera es lo sufientemente cruel para escupirse como agujas diseminadas contra mis dos ojos, penetrando hasta el fondo de mis pupilas, hasta que todo lo que puedo ver son lágrimas. Gélidas. Pero dulces. Como el helor del invierno. Ignoro cuándo adquirió aquella asquerosa manía de mirarse al espejo exactamente cada hora, precisa como un reloj suizo. Y el reflejo le engaña, es malo con ella, es como un monstruo de lapas de fuego que le abrasan la carne, de garras afiladas, curvilíneas, de esas que se deslizan por la garganta con el sigilo de una serpiente, y rasgan, rasgan, hasta la arcada. Es una enorme mole de ceniza, que en un solo suspiro de cordura se descubren unos huesecillos cubiertos por un manto de piel. Muchas veces se mira en ropa interior y pregunta si está más delgada, clamando que ha perdido dos malditos kilos como quien narra el nacimiento de un hijo. Con ilusión. Convencimiento. Ternura. Y una sonrisa. La cojo de la mano y la alejo de la habitación, poniendo cualquier excusa de pretexto. Entonces, parece recordar todo por lo que estamos luchando. Ella. Y yo. “Tengo miedo”.

La próxima se dirige en cruel sendero hacia mis pulmones, y, cual granada de mano, extiende todo su daño por cada uno de los bronquios. Como una nube tóxica que marchita un campo de flores, haciendo que pierdan su color, y se cierren. A veces, ella sola no es capaz de aguantar el peso del recuerdo sola, entre cuatro paredes estrechas. Por mucho que intenten ayudarla, no la comprenden, no saben todo lo que guarda dentro. Sus secretitos. Que para mí son como tesoros. A veces a ella también le traicionan los bronquios, y entre lágrimas pierde la respiración. Una enfermera viene a desentumecer mis músculos cuando me dice que entre en la consulta. Todos, salvo el corazón. Me acerco a mi princesa, inclinándome sobre ella para que me abrace. El tiempo que ella vea necesario. Y debo mantenerme firme. Yo soy su héroe, su caballero de brillante armadura, debo permanecer impasible y fuerte, para inculcarle todo el apoyo que necesita. Entonces es cuando siento que los pulmones se me cierran. Me piden llorar con ella, llorar de impotencia, llorar de amargura, me piden gemir y chillar y desahogarme. Pero no puedo. Y me anego. Intentando respirar. “Tengo miedo”.

Y la última puñalada, la última afilada verba, aunque semeje la más llevadera, es la más cruel. Se me metió por la boca, me rasgó el paladar y la lengua, y la garganta, y me sesgó las cuerdas vocales. Como quien siega trigo. Manchado de sangre. Recuerdo que estaba desayunando. Un café. Amargo. Como el regusto que tenía en la boca. Y llegó ella y se me sentó al lado, mirándome. Princesa, ¿por qué me persigues? Le cuestiono; no podía soportarlo más, tenía que saberlo. Y sabía cuál era su respuesta. “Tengo miedo”. La silla se arrastró hacia atrás hasta sucumbir a la ley de la gravedad y provocar un estruendo peor que un trueno rompiendo en el cielo de tormenta. Me incliné hacia ella, como quien suplica, como quien ruega, como quien implora. ¡¿Pero a qué le tienes miedo, Anja, a qué coño le tienes miedo?! Y entonces, al ritmo que las lágrimas comenzaban a quebrarse y retorcer mis lacrimales, por mi garganta se deslizó como ácido aquella palabra. Y me quedé en silencio, inerte, estático, dejándome caer de rodillas. Sería la primera y última vez que me derrumbaría delante de ella.

“Älä pelkää, prinsessani. Minä suojelee sinua. Mikään ei satuta sinua. Kukaan ei satuta sinua.”



I'll tell you how much you have hurt me

-¿Quieres saber lo que pienso de ti? Que fuiste un lastre. Sí, que pudiste dármelo todo y no me diste nada. Deberías haberme querido, ¿es tanto pedir? Pero no querido ahora, que tengo toda la pasta y el reconocimiento con el que puede soñar un mortal. Tenías que haberme querido siempre, en todo momento, fuese o no un fracasado. No vale querer solamente al Ville que toca en teatros de toda Europa llenos de entendidos, debiste querer a aquel que tocaba en la calle lleno de frío y de hambre, ganando dos putas perras, y no haberle hecho sentir un inútil. ¿Y qué me dices del Ville que solo tenía cinco años, o cuatro? ¿Te acuerdas de él? ¡Debías haberme liberado de mi padre! ¡Joder, me la suda lo comida que te tuviese la cabeza, como siempre dices, con tal de que me echases agua oxigenada en las putas heridas en lugar de irte detrás de él como un perro faldero! Las cicatrices que me dejasteis por fuera no se van a borrar nunca, pero las que están por dentro aún escuecen, aún me duelen hoy en día. Y fue tan culpable él por darme de hostias como tú por permitirlo.

-Ville…yo te salvé… 

-Ah, ese es tu argumento de mayor peso, ¿no? Siempre me lo recriminas, día tras día, noche tras noche, diga lo que diga y haga lo que haga. ¿Quieres que te diga por qué me salvaste? Porque alguien encontraría mi cuerpo en la nieve y se lo dirían a la pasma, y ellos sabrían que era tu hijo. Y no podrías vivir en la cárcel, ahí no hay televisión de plasma ni tarjetas de crédito, te volverías loca. El único que fue capaz de sobrevivir aquel día fui yo, que no quiero ni pensar el tormento que pasé pugnando porque mi corazón siguiese latiendo desde que me escupiste de dentro hasta que llegamos al hospital, pero nunca lo reconoces, dices que el mérito fue tuyo, y te pintas como una mártir. Sé que si fueses la señora Niemi, me habrías tratado mejor durante toda mi vida, me habrías salvado sin pedirme nada a cambio, ni lujos, ni pasta, ni nada. No quiero que me pidas perdón, ¿sabes? Porque ahora ya es demasiado tarde, y si me hubieses cuidado como una buena madre, sé que  no tendría nada que perdonarte. Al menos mi Anja pudo tener una madre mejor que yo. Ignoro por qué, ignoro si te contagió papá su odio como a un bicho infesto, lo ignoro. Pero ahora no pretendas que me trague tus disculpas, puta frustrada, haber cuidado a ese niño cuando pudiste.

Me di la vuelta apresurada y bruscamente. Notaba los músculos tensos, la piel del rostro tirante, los dientes apretados, rechinando, queriendo quebrarse unos a los otros, el corazón liándose a golpes contra mis costillas, los jadeos en mi pecho descontrolados. Quise suspirar aliviado y no pude. Quise llorar y no pude.

-¿Te has quedado a gusto, Ville?

-No.-murmuro, dándole todavía la espalda. No quería volver a mirarla mientras los ojos se me encharcaban de lágrimas de bilis ácida.-Porque no te imaginas cuantísimo daño me hace decirte todo esto. Preferiría decirte que eres la mejor madre del mundo, que te echaré de menos y que te adoro, pero no puedo…No puedo.

Me encamino entonces hacia la puerta de la habitación. Necesitaba respirar, tomar el aire, fumarme un cigarro, relajarme. El hospital se me quedaba pequeño.

-Minä rakastan sinua, poika.

Y la puerta se cerró en estentóreo portazo.