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miércoles, 1 de septiembre de 2010

I don't know how I must feel

Me mantuve allí en la sala de espera contigo, retorciendo las manos ansioso, entrelazando los dedos, como intentando darse ánimos entre sí. Suspirabas que no querías esperar, que necesitabas saberla ya, la razón de tu malestar. Se abrió la puerta de la consulta, la enfermera te llamó por tu nombre. Una pequeña porción de mi mundo comenzaba a resquebrajarse.

El médico corre la cortina que separa la camilla del despacho, separándonos a ti y a mí en el acto. Te hace pruebas, tantas que siento que el tiempo se me escapa entre mis largos dedos. Me recuesto en la silla, sin dejar de pensar en lo que puede pasar y en lo que está pasando. Trago saliva, alzo la mirada al techo. Todos mis movimientos de manos, los rítmicos golpes que dan mis pies nerviosos contra el suelo, son amarillos como el miedo. La grieta se hizo algo más grande cuando el médico volvió a dejarnos solos.

Me senté a tu lado en la camilla, mientras él iba a buscar los resultados de la prueba de embarazo que te había hecho. Te cogí de la mano, te convencí de que te tranquilizases. ¿Cómo podía hacer algo así, si yo mismo temblaba? El amarillo se extendía, se extendía por mi cuerpo a una velocidad más que alarmante. Hasta el aire que expulsaba al respirar era un hálito amarillo que salía de mis labios como veneno. Entró el médico de nuevo. Mi corazón se encogió para poder escuchar mejor su respuesta. Un solo gesto hizo que me sintiese morir.

Me quedé completamente en shock, clavando la vista en un punto fijo de la pared. Mi piel se tornó completamente pálida. Mi mundo estalló en pedazos como un cristal contra el suelo; intenté sacarlo de dentro de mí, no sin verter enormes chorros de sangre de mi alma, arrasada por su paso. Ni siquiera escuché mi propia respiración entre el silencio. Solamente noté moverse mi pecho con rapidez, frenético. Hice un grandísimo esfuerzo por tragar saliva, y notar que todavía no estaba del todo muerto por dentro. Contra mis costillas sentí mi corazón convulsionarse con furia. Desvié la mirada hacia él. Sus latidos desprendían un azul muy feble. Quizás si seguía funcionando no era por mí, era por ti.  Por ti y por ese hijo nuestro que llevas dentro.

Me mantuve ajeno a tus palabras, no supe responderte, no pude siquiera. Me limité a escucharte decir que ibas a abortar, y que el próximo día irías sola al médico. Que odiabas verme así, repetías, que querías que estuviese bien. Negué con la cabeza en respuesta a tu primera afirmación, queriendo decirte que iría contigo. La segunda quedó en el aire. La observé, me callé, me quedé inmóvil. Agarraste mi muñeca y me mandaste levantarme. No luché, no opuse resistencia, me dejé llevar, obedecí. Nos cogimos de la mano y caminamos hasta tu casa sin mediar palabra.

Nos dejamos caer en el sofá. Materia inerte había dentro de mí, quizás nada. Solamente aquel asqueroso metrónomo marcando su fortísimo ritmo contra mis sienes, dentro también de mi pecho, desgarrándome. No obstante, observé la pantalla apagada de la televisión sin expresión alguna.

-Ville, tengo miedo.-murmuraste.

-¿De qué?

-De todo esto. De ir a abortar mañana.

-Escucha.-entrecerré los ojos.-Si quieres tenerlo, tenlo. Si no quieres tenerlo, no lo tengas. Yo te apoyaré.

-¿Y tú qué quieres?-me miraste.


-No lo sé.-susurré sin fuerzas.-No sé ni cómo debo sentirme.

-Lo tendremos.-apoyaste la cabeza en mi hombro.-Pero cuando nazca lo daremos en adopción.

Asentí débilmente. Acomodé la cabeza contra el respaldo del sofá y deslicé los dedos hasta tu vientre. Los dejé descansar allí. Solamente las yemas. Me estremecí al pensar que quizás me sentiría. Aunque seguramente solo era un amasijo de células todavía dividiéndose. Colocaste tu mano encima de la mía, haciendo que mi palma también tocase tu barriga. Me mordí los labios.

-¿Qué colores ves?

Cerré los ojos con fuerza, concentrándome. Otras veces podía verlos con claridad con cada sensación. En ese momento, todos los colores se entremezclaban, colisionaban dentro de mí, provocándome aquel estado de shock. Vi rajas rojas como la tristeza. Vi difuminados y palpitantes puntos azules, que se movían con rapidez. De vez en cuando me sobrevenía una oleada amarilla, con tintes quizás azulados, cada vez que notaba algún movimiento dentro de tu vientre, aunque solo fuesen las tripas. Suspiré con mucha fuerza. Mis suspiros eran grises como el frío.

-Muchos. Muchísimos a la vez.-entreabrí los ojos y me acerqué a besarte la mejilla. No te encontré satisfecha por mi respuesta inexacta.

-¿Y qué escuchas?

Volví a cerrar los ojos, con más fuerza todavía. Te mantuviste en silencio. Yo también lo hice. Mismo suavicé mi respiración para escuchar con mayor atención. Lo único que oía era el estentóreo palpitar de mi corazón zumbando en mis oídos, taladrándome las entrañas.

-No escucho nada... No…no puedo escuchar nada… Solo mi corazón…

Me palpaste suavemente el cuello para poder notarlo. Volví a abrir los ojos, intentando relajarme. Fue entonces cuando tú cogiste mi mano y la introdujiste dentro de tu camiseta. La posaste encima de las costillas, y la oprimiste con la tuya. Noté que el tuyo latía con la misma intensidad y casi el mismo ritmo que el mío. Con más rapidez el que vibraba en tu pecho, con más lentitud y pesadez el que yacía en el mío.

-No creas que eres el único.-susurraste.

Volví a acurrucarme en el sillón. Era rojo aquel palpitar, lo vi, y se entrelazó en mis dedos. No podía seguir viéndote así, no podía, pero tampoco fui capaz de reaccionar. Solamente pude cerrar los ojos y echarme a llorar. Nunca había llorado delante de nadie. No suelo llorar, siquiera. De algún modo tenía que sacar toda aquella ansiedad de dentro. Sentí que me abrazabas y no podía corresponderte. Los pinchazos de mi brazo me ordenaban encontrar en ellos la calma. No pude delante de ti, no me sentí capaz. Quizás al volver a casa, antes de escribir estas líneas, solo para atontarme un poco. “Relájate”, “cálmate”, “tranquilo”, salía de tus labios, “tienes que descansar”.

Solo pude articular unas palabras, sin ni siquiera ponerles voz.

-Joder, necesito que se calle…

miércoles, 18 de agosto de 2010

Rojo

Ojalá nunca hubieses mencionado irte. Ojalá me mintieses y me dijeses que me querías. Comienza a crecer como un cáncer una fuerte opresión en mi pecho, mientras te suplico que te quedes a mi lado. Y tú me respondes que no, que quieres mantenerte al margen. Rompo a llorar, te susurro lo mucho que te necesito conmigo. Y tú no cejas de tu idea. Sigues diciendo que quieres irte. Te giras hacia la puerta. Siento que mi vida se va contigo.

Saco una navaja con el mango de marfil del bolsillo, sin que te des cuenta. La abro ágilmente.

-Sabes que te dije que sin vosotros me moriría, ¿no es cierto?-apoyo la navaja sobre mi yugular.-No era un farol.-al compás que caen mis lágrimas, clavo la navaja de un movimiento seco.

La sangre corre por mis manos, mientras retiro el arma, emanando un chillido de dolor. Te giras. La herida es pequeña, mas profunda, y emana una gran cantidad de humor bermejo, tanto que no tarda en manchar mi camisa.

-¿¡Qué coño has hecho!?-me arrebatas la navaja, cortándote tú también.

Tu sangre y mi sangre se fusionan, se entremezclan, formando distintos matices en ambas manos. Todavía perdura en mi subconsciente la melodía distorsionada y chirriante que produce el frío metálico en mi piel. Me dejo caer en el suelo de rodillas.

-¡Voy a llamar a un hospital!-coges el teléfono con ansiedad.

Te lo arrebato de las manos, de un golpe seco.

-¡Deja eso o sigo!-vuelvo a agarrar la navaja.

De repente siento cómo me flaquean las fuerzas, me abandonan como tú quieres abandonarme. La herida sigue sangrando. La envuelves con tu chaqueta, intentando detener la hemorragia. Tumbo la cabeza en el suelo, ladeada. Escucho muy cerca de mi oído las gotitas de sangre caer.

Plic…
Plic…
Plic…

Toso un par de veces. Un regusto a ese líquido me embarga el paladar. Chasqueo la lengua intentando cerciorarme. Efectivamente lo es. Intento tragar saliva, pero vuelvo a ahogarme con ella y la escupo. Llega un momento en el que lo que haces no lo sé ni me importa. Vas a irte, como todas, como todos. Pero esta vez me iré contigo.

Plic...
Plic…
Plic…
Replica la sangre.

La opresión de mi pecho se calma, se convierte en una sensación de alivio, como si me quitase un peso de encima; mi propia vida. Siento mi corazón latir muy lento contra mis costillas, pero a la vez con fuerza, como si se aferrase en seguir intentándolo.

Bum…
Bum…
Bum…
¡Cállate!-responde mi mente.-No me dejas descansar.

Cierro los ojos, sintiendo cómo se me entrecierra la garganta. Doy unas leves bocanadas para coger aire, sin resultado. Murmuro, como en sueños, todas aquellas frases que nunca me atreví a decirle. La sangre se escapa, la vida se apaga, el corazón se calla.



-Todo es de color tan rojo… ¿Por qué todo es…tan rojo? No…no me gusta el rojo…

 

[Photo by 04young of Deviantart]

martes, 17 de agosto de 2010

Synesthesia

A veces los días son tan rojos que hasta duelen. Todo es rojo cuando estoy triste. Las farolas emanan tonos vermejos, los reflejos del cielo me tiñen de ese color. 






Todo se vuelve azul cuando me miras. Cuando sonríes, cuando me dices que me quieres. Siento mi corazón acelerarse dentro de mi pecho, provocando más latidos azules, del mismo color del mar. 






Si me abrazas, un potente Verde se entrelaza, formando unas tonalidades dulces, que se traducen en una suave música que resuena en mi cabeza, unos perfectos acordes...



La lluvia cae en matices violetas. Colisiona contra mis mejillas, y me hace sonreír. Me gusta el sonido de la lluvia. Es como el pizzicatto de un violín, lento, pausado, que susurra en mi oído rumores fríos, que me recuerdan a mi país.


Una vez me dijeron que era una enfermedad. Pero ¿quieres saber lo que pienso?







Que una enfermedad no puede ser tan bella