miércoles, 25 de mayo de 2011

Reminiscence


Una ráfaga de viento hizo que las hojas de los árboles peligrasen para caer grácilmente de las ramas en las que estaban prendidas, y danzar a escasos centímetros del suelo. Me encontraba fumando un cigarrillo en el parque, relajado, sentado en un banco del que tenía el inmenso placer de que fuese todo para mí. Unos cuantos niños, despreocupadamente, dibujaban con tizas de colores en el suelo casitas, corazones, arcoiris, y demás elementos de su mundo de fantasía.
El tacto de una hoja marchita furtivo sobre mi mejilla, traído por el viento cortante. La acaricia, los poros se activan. Y un dulce compás comienza a desarrollarse. Primero sólo son unas pocas notas, que mi mente comienza a moldear, a repetir, a compaginar, a darles forma. las cambia de tonalidad, las eleva, las baja, juega con ellas. Y en medio del parque cojo una tiza prestada a unos niños y me pongo a escribir sobre el asfalto.
Poco a poco viene a mi cabeza aquel otoño en la Toscana, con Christine, mi hoja inerte alguna vez tan llena de vida. En aquel pueblo de Sarteano, donde había querido perderse antes de partir a Florencia. Junto al manto de estrellas, la oscuridad de la noche, el matiz dorado del follaje. Las notas se desataban como locas. Aquella locura desenfrenada, aquel caos dentro de nuestros cuerpos, y aquella alegría desbordante, aquella sensación de libertad, de no depender de nada ni de nadie, aquel libre albedrío del que por un momento gozamos. Bajo la noche en la Toscana.
La acera comienza a llenarse de notas musicales, de punta a punta del paseo. Los transeúntes observan asombrados, algunos incluso sacan fotografías para inmortalizar el momento. Claman, espectantes, , observan cuál será el próximo giro delirante de la composición, la cual se me escapa de la mente. Las gotas de sudor diluyen milésimas de centímetro de los pentagramas amarillos, y sigue fluyendo la canción con normalidad.
Otoño, otoño, en aquella fecha también había sufrido una de las etapas más difíciles de mi vida. Una de mis musas, un chaval, me había dejado y, estando en el hospital encamado, me había dejado claro su desprecio. La melodía se ralentiza, la vergüenza, el arrepentimiento, la rabia se regenera, produce unas longuísimas filas de negras, ejecutadas por un violín en mi cabeza, que suenan como a reprimenda. Y posteriormente, un piano sutil y tímido, aviva con su aliento musical de compases de cuatro por cuatro la llama de una vida que late sin sentido alguno.
Y de nuevo el eterno retorno, hasta que la acera se queda corta, y mi cabeza se mantiene
En silencio.

martes, 19 de abril de 2011

Springtime 2003, Helsinki Finland: Music doesn’t wait.

Música de violín. Una mujer me espera mirando por la ventana. Espera a que me levante de la cama y la abrace. Olor a resina, perfume y flujo. Humo de cigarro. Huele mejor cuando sale de sus labios, impregnado de carmín. Los dedos bajo sus pechos, perfilándolos. Gotas de sudor perlado caen como agua. Su corazón marca el ritmo, el mío lo persigue. Se aparta la melena con las manos. Mi loba. Ansío un beso suyo. Música de violín… Y me despierto.

Una noche más solo en la cama, impregnado de soledad y sudor frío. Hacía tiempo que no dejaba de soñar con ella, cada vez se hacían más diáfanas las imágenes. Más se difuminaba la música, que parecía estar suspendida en el aire, sonando de fondo, frenética como una fuga de Bach, y más se remarcaba su azul, tan profundo como sus ojos, esplendor cerúleo de rebeldía incontrolada, de sensualidad innata, congénito resplandor lúbrico, como las luces de un neón. Más claros notaba sus labios sobre mi piel, dejando un rastro de maquillaje ensangrentado, más dulce el roce de sus largas pestañas, marmórea y mate su piel blanca, gélida al tocarla, ardiente con la mera fricción. Sus pechos, pequeños, mas enhiestos y erguidos, sus pezones erectos, su aureola grande, tersa y rosada. Su sexo chorreante, incandescente, provisto de vello trigueño, que emanaba un sutil olor a mujer. Como la noche que nos conocimos, aquel invierno frío, aquella imagen de ella no se me iría nunca de la cabeza, igual que todos los encontronazos que habíamos tenido hasta entonces, y seguía sin saber quién realmente era. Christine, tan sólo tenía aquel nombre…y su voz, su manera de pronunciar mi nombre, con un tono grave, sensual, como si lo masticase, lo saborease, degustase las letras. Virtanen, decía, y posteriormente sonreía triunfal, mostrándome sus colmillos prominentes, mas romos en la punta. Me levanté bruscamente de la cama, secándome el sudor de la frente con la mano. Debía, tenía, necesitaba verla.

“Hoy en concierto Christine”. Me mantuve observando el cartel que estaba fuera del bar en el que nos habíamos conocido, donde frecuentaba cuando me daban el día libre en el que yo trabajaba. Aquel garito bohemio y a la vez tan destartalado, antiguo, deprimente; no era lugar para que una señorita como ella tocase. Se merecería focos, destellos, apuntándola a ella, solamente a ella, una orquesta para acompañar su melodía a su entera disposición, se merecía un público que la aplaudiese, que se dejase las palmas… En ese momento, escuché una voz que me liberó de mi ensueño. En el interior del bar, era ella, pensé, era ella, me grité interiormente, sacando las manos de la gabardina para abrir la puerta disimuladamente, mas con ansiedad. Y allí estaba.


Primero solo era un vago conjunto de sombras y luces, mas a medida que me acercaba, llegaba a distinguirla con mayor precisión. Unas curvas embutidas en un corsé inmaculado, con una falda longuísima acromática. Parecía una paloma blanca en el escenario, una paloma chorreante de la sangre que profería su cabello bermejo, de cuyos labios se escapaba una hermosa voz de contralto, que hacía vibrar el ambiente de una manera dulce y armónica, acercando el micrófono a la boca, inclinándose sobre él muy ligeramente, sin perder el porte erguido para acompañarse de su violín. Aquel instrumento que, como la flauta del músico de Hamelín, atraía a todo ser que tuviese la capacidad de escuchar. Nadie era digno de tanta belleza. Sónica, visual; de nuevo me topaba con aquellos ojos, mas tenían la mirada perdida. Me senté en una de las mesas del medio del bar, escoltado por el resto de oyentes, apoyando ambos codos en ella, entrecruzando las manos frente a mis labios, agudizando como nunca el oído. Nunca dejaría de  sorprenderme aquel sonido de violín, tan semejante a un chillido de dolor, a un grito de rabia, calmado por el canto de sirena de su ama. Se acercaba el final de la animada pieza, expectante el público, entusiasmado ante la habilidad de Christine, que cerraba intermitentemente los ojos, sin dejar ni por un solo instante de cantar, apretando los párpados contra las mejillas fuertemente, haciéndolos temblar. Movía sus hombros suavemente hacia atrás, pugnando por acomodarse, contrayendo su espalda. Sus labios articularon las últimas frases, en un tono sereno, seguro, mas sin abrir los ojos, no podía abrir los ojos. Respiró pesadamente contra el micrófono. If you sing loud and clear, someone passing by will suddenly hear you, no, you can’t be afraid… Y entonces entró el solo de violín, magistral, como ella solía. Deslizando el arco, acariciando las cuerdas. Pulsándolas. Excitándolas. El punto culminante, la llave de oro, debía hacerlo perfecto, ceñirlo a la actuación. Observé sus dedos; uno de ellos había trinado antes de lo debido, haciéndola desafinar. No, Christine y su perfecta performance no podrían permitirse un fallo así, no. Los dedos comenzaron a dejar de presionar el arco, mas debían seguir tocando. No, debían rematar, no podían dejar la canción a medias. Un par de ágiles trinos más, agonizantes, débiles, con la punta de las cerdas, hasta la última nota...

Todo sucedió a una velocidad de vértigo, en un suspiro que se escapó de sus labios rojizos, el arco se le resbaló como pez entre las manos y se desplomó de bruces en el escenario, sosteniendo con el índice y el corazón el mango del violín. Los presentes comenzaron a chillar, permaneciendo entumecidos en sus asientos. Supe reaccionar rápidamente, echando la silla hacia atrás al tiempo que me levantaba, emanando un grito que llevaba el nombre de Christine por bandera, viendo horrorizado cómo uno de los camareros le recogía el instrumento, arrebatándoselo de las manos, mientras otro la tomaba en brazos, prácticamente inerte, inconsciente, con los labios entreabiertos para respirar, y el jefe del bar les gritaba el lugar a donde debían llevarla. A la bodega, le escuché, y me apresuré en seguirles. Esquivando a todos aquellos que se interponían en mi camino, ansiosos, con mitómana voracidad, ansiando saber qué le estaba pasando, igual que yo.
Abrí despacio la puerta de la bodega, observando un tanto temeroso el interior antes de atreverme a entrar. Quizás no era asunto mío, mas ella…No podía dejar que le pasase nada malo. La acostaron en una silla de escritorio vieja, con el respaldo un tanto curvado hacia atrás, haciendo que ella misma estirase la espalda emitiendo un leve gruñido de dolor. Al ver que no había perdido del todo la consciencia, los tres trabajadores del bar comenzaron a cuestionarle si se encontraba bien, si necesitaba algo, haciendo que por fin pudiese escuchar su voz, diligente como siempre mas un tanto quebrada:

-Que sí, joder, que estoy bien. No me montéis dramas, que parecéis viudas lloronas. Sólo necesito un cigarro y una copa de bourbon y estaré perfecta.

-Christine, sabes que aquí no se puede fumar.-le reprendió el jefe, como siempre, colocando los puños en su cintura anchísima.- ¿Qué quieres? ¿Qué venga la policía y me multe?

-Ya, claro, va a venir la policía a la bodega de tu bar a mirar si hay alguien fumando. Holoppainen, por favor, la pasma tiene cosas mejores que hacer que venir a este antro.

Como siempre, las palabras de Christine hacían callar a más de uno, hasta a su propio jefe. Mientras los camareros se iban a prepararle el trago que había pedido, me acerqué a ella sin que se diese cuenta, colocándole uno de mis cigarrillos sobre sus gruesos labios ante su mirada de asombro, encendiéndoselo posteriormente con mi mechero metalizado, prendiendo una llama que ardía entre ella y yo, pareciendo avivar también la luz de sus ojos azules, que se deslizaron hacia los míos lentamente, esbozando una sonrisa al poder verme, exclamando con la voz rota y susurrante un dulce “Ville”, inclinándose levemente hacia mí. Siseé suavemente entre mis dientes, colocando los dedos sobre su pecho para volver a recostarla. Al darse cuenta de su tierna reacción añadió, con la arrogancia y la picardía que la caracterizaban:

-Sabía que vendrías, lo sabía. Sabía que vendrías a verme.

-¿Qué te ha pasado, Christine?-me apresuré en cuestionarle, desoyendo sus palabras, en un tono un tanto ansioso.- ¿Te has mareado?

-Algo así.-respondió en un murmullo, dándole una calada al cigarro mientras volvía a acomodar la espalda en la silla, retornando a gruñir dolorosamente.

-Me temía que pasase esto.-musité para mí mismo, mas lo suficientemente cerca para que ella me oyese.

-¿A qué te refieres, Virtanen?

-Cuando tocabas…En los últimos compases se te escapó una nota, y aflojaste el arco al final, supe que no te encontrabas bien.

-¿Se notó?-preguntó, ansiosa, haciendo un amago de nerviosismo. Negué con la cabeza levemente.

-Creo que nadie más que yo se dio cuenta. Haces igual que yo, todo lo que sentimos se nos refleja en la música.

Asintió, tensa, dejando escapar un par de gotas de sudor por su frente pálida y frágil. No podía soportar que yo pudiese saber tanto de ella como ella sabía de mí, que pudiese indagar en aquello que ni siquiera su propio jefe conocía. Intentando distraer mi atención, entre caladas, lanzó un grito al aire:

-¡A ver, señoritas! ¿Dónde cojones está mi bourbon?

Me incliné hacia ella suavemente, acariciándole el flequillo pelirrojo para echárselo hacia atrás, impregnando la palma de mi mano de su sudor perlado.

-Christine, ¿por qué no dijiste que estabas mal?

-No podía, Ville, no podía, tenía que terminarla.-clamó, erguiendo su cuerpo vehemente, observándome con una jadeante tensión.

-Sé cómo te sientes.-susurré, tomándola por los hombros esta vez para acostarla. Ella ladeó la cabeza para fijar su vista en las cajas de licor, mientras musitaba angustiosamente:

-No, no lo sabes. No tienes ni idea.

En ese momento irrumpió en la estancia los camareros, portando uno de ellos el vaso brillante lleno de aquel licor ámbar. La avidez hizo que Christine interrumpiese nuestra charla, extendiendo el brazo para que se lo entregase, asiéndolo entre sus dedos marmóreos y largos. Se apresuró en acercarlo a sus labios, impregnando el filo del vaso de su carmín rojizo, al son de las ansiosas preguntas de los camareros, los cuales parecían haberse puesto de acuerdo, por lo que, haciendo de portavoz, uno le cuestionaba:

-¿Quieres que llamemos a un médico?

Christine separó sus labios de la bebida, dejando un leve rastro de dulce saliva, para negar varias veces chasqueando la lengua.

-No necesito ningún médico, estoy bien.

-¿Pero, y si ha sido una bajada de tensión?-argumentó el otro, aferrándose a un trapo que había traído.

-No ha sido una bajada de tensión, sé perfectamente lo que ha sido.

-¿Entonces qué fue?-fui yo esta vez el que contraataqué, apoyando las manos en uno de los reposabrazos de la silla.

Sus ojos intercambiaron con los míos una fugaz mirada, apresurándose a clavar la vista en la pared, mientras volvía de nuevo a beber otro trago levemente, colocando posteriormente el vaso entre sus piernas para pinzar el filtro del cigarro, pudiendo así darle una calada profunda, contrayendo al inspirar sus mejillas. Sus labios soltaron el cigarro suavemente, mientras dirigía la mirada esta vez en los camareros, conminándoles con un tono de voz adusto y dominante:

-Largo de aquí, nenazas.-y soltar el humo en un suspiro tras haberlo dicho.

Tal y como les había ordenado, ambos trabajadores salieron de la bodega, dejándonos solos a Christine, al tabaco, al alcohol y a mí. Una de sus manos se deslizaron por su escote, subiendo paulatinamente para rozar el lateral de su cuello de cisne, hasta rozar las cervicales con la punta misma de los dedos, con sus largas uñas negras, entrecerrando los ojos dulcemente por el dolor. Respiró profundamente con el ceño fruncido, procurando mantener la ataraxia de la que había hecho gala, volviendo a abrir los ojos.

-Acércate, Virtanen.-murmuró, girando esta vez la cabeza ligeramente hacia mí.

Obedecí, inclinándome suavemente hacia ella, mas se apresuró a aferrar mi gabardina, aproximándola a sí, hasta casi tumbarme sobre su cuerpo. Abracé el respaldo para no sucumbir a la ley de la gravedad, y entonces la sentí. Su cabeza ligeramente ladeada, hundida  contra mi pecho, apoyando sobre él el oído y todo un hemisferio de su hermoso rostro, que parecía estar tallado en porcelana. Pude escuchar su respiración dificultosa, muy honda y profunda, amordazada  contra mi ropa, de la cual se iba librando con las manos. Bajando la cremallera de la gabardina, desabrochando pos botones de la americana, y los pequeños de la camisa posteriormente. Uno a uno, muy suavemente, hasta abrirse un hueco diminuto para poder introducir dos de sus longuísimos y huesudos dedos en contacto con mi piel, acariciando la aureola de mi  pezón derecho. “Christine…” intenté decirle, frenarla, o quizás conminarle que siguiera, mas me quedé completamente en silencio, gozando de aquel azul de neón que desprendían sus roces intrusivos. Fue su voz la que irrumpió en la estancia; grave, pausada, femenina, vibrante:

-Tenías razón, todo se nos refleja en la música.-tomó aire fuertemente, entreabriendo los labios, apoyando la mano que portaba el cigarrillo sobre mi espalda.-Pero todo en ti es música. Todo.-apostilló.

Entonces unos aplausos, acompañados de unos comentarios de público ansioso, interrumpieron la situación. Christine extrajo su mano del interior de mi camisa, apoyándola sobre mi pecho para apartarme, exclamando:

-Bueno, ya me encuentro mejor. Vamos allá.-cuando me hube alejado, tomó el vaso de entre sus piernas y le dio un último trago, erguiéndose lentamente en el acto, temerosa de volver a sentir dolor. Se sentó en la silla, dejando en el suelo el vaso en el acto.

-No te vas a ningún sitio.-le reprendí, agarrándola por un pulso, haciendo que se girase hacia mí furiosa.

-No sé a ti, pero a mí la música no me va a esperar.-escupió las palabras, al tiempo que apuraba el cigarrillo para finalmente tirarlo en el suelo y pisarlo con uno de sus altos tacones blancos mientras se erguía.

Consiguió zafarse de la prisión de mi mano, agarrándose la falda para comenzar a correr apresuradamente hacia la salida de la bodega.  ¡Christine! Exclamé, iba a volver a perderla. Quería volver a tenerla entre mis sábanas, y más que nunca entonces. Estrecharla tan frágil contra mi cuerpo y no dejar que se fuese, mas como si fuese humo, como una etérea presencia, evanescentemente se me escapó de nuevo, como siempre hacía, dándome la espalda. Y yo no pude reaccionar de otro modo que dejándola ir. ¿Oís los vítores? La música la reclamaba.


Salí de la bodega lentamente, mientras escuchaba un frenético teclado dándole la entrada para que ella comenzase a cantar con aquella dulce, velada y sosegada voz femenina y sensual, acercando mucho el micrófono a sus labios, rozándolo con ellos con extrema cautela, mientras pronunciaba aquello de “God help me, would you shine in my direction and help me?”. Podría ser una petición, un mandato, ¿qué le pasaba? No se me quitaba la cabeza cuando la mirada apoyado en el marco de la puerta de la bodega, su imagen cayendo tal si fuese un grácil pañuelo blanco arrojado al suelo, exhalando un pesado aliento antes de que sus piernas dejasen de ejercer control. Ella lo sabía, sabía lo que le pasaba desde la primera nota, lo hizo notar cuando habló conmigo, se temía que se viese ensombrecida su actuación impecable por un resbalón de su salud. No, no pude seguir mirando, no pude seguir viéndola luchar contra su propio cuerpo por satisfacer a un público inculto, por besar en los labios a la música intentando buscar en su cuerpo conformado por negras, silencios y compases ternarios una inspiración que abasteciese sus pulmones y la alejase de las lágrimas. Abrí la puerta del bar destrozado, impotente, sin saber qué hacer para aliviarle el dolor, escuchando esta vez de sus bermejeados labios una súplica hacia mí…

Don’t make me choose. I have so much to fucking loose. 

miércoles, 2 de marzo de 2011

Winter 2003, Helsinkki, Finland: She's my hell

Las nueve y media. Ni un minuto más, ni un minuto menos, marcaban las agujas de reluciente oropel de mi reloj recientemente comprado. Un pequeño capricho que me había permitido con una mínima parte del dinero que había ganado en mi anterior concierto.

Había llegado demasiado pronto al bar de siempre, tanto, que solamente se escuchaba el latir del reloj, tan diminuto y tan frágil que semejaban golpecitos irregulares en una urna de cristal fino, que con un poco de fuerza podía quebrarse en mil pedazos. El dueño del bar me había dado las llaves para que le hiciese unas chapuzas en el piano. Mirar si está afinado y todo eso, supongo, pienso y quiero pensar, que se lo debo por haberme dado trabajo tanto tiempo. Me senté en el taburete que está enfrente del piano, sin hacer ni un solo ruido, como quien suelta una pluma para que caiga con delicadeza sobre él. Me echo el cabello hacia atrás con ambas manos, dejando que los mechones ligeramente rizados se enreden en mis dedos, los cuales todavía el tiempo no les había dado un castigo. Dejo los ojos completamente abiertos, observando el techo de color blanco sucio fijamente. Como si fuese una cáscara que pudiese resquebrajar con una sola mirada punzante. Todavía cuando cerraba los ojos seguía apareciendo ella ante mí. Ella y sus notas de un azul intenso, de un azul tan fuerte como el de un beso, una de sus mordidas pronunciadas, pinzando mi miembro con las puntas inocentes de sus dientes como sierras. De ese azul que me provocaba cada uno de los roces de sus uñas negras, cada aliento que imprimían sus labios muy cerca de mi cuello. No podría describir la tonalidad, aún hoy me es imposible. Era potente como un azul marino, mas frágil como un azul celeste, atrevido como un azul eléctrico, mas harmonioso como un cyan. Era un color endemoniado, era un sentimiento endemoniado. El de ella y su violín. El de aquella música tan apetecible y diabólica, de aquel instrumento extraño, que descargaba unas notas tan llenas de angustia y de rabia, que sonaban como un gemido enunciado con un dolor inhumano, como un chillido con el que parece escapársete la voz de lo más hondo de la garganta, un harmónico y nítido alarido, preciso como el cortar de un cuchillo de escueto filo arrebatándote la capa más externa de la piel del alma. Cada vez que lo recordaba....Me eché hacia delante de forma brusca, apoyando mis codos sobre la tapa. Y otra vez entre la oscuridad de un parpadeo allí estaba ella...

¡¡Joder!!

En ese momento, una mano fría, sobre mi nuca desnuda, unos dedos certeros, álgidos, poseedores de un azul atronador, me hicieron sobresaltarme, tornando en amarillo toda sensación. Di un respingo en el asiento y caí hacia delante, deteniendo con mis brazos todavía fuertes la caída sobre el piano. Una risita. Húmeda, diáfana, cristalina, se materializó en un cuerpo de mujer.

-Joder.-inquirí, llevándome una mano al pecho en un acto reflejo.-La próxima vez avisa.

-¿Te he asustado, cariño?-preguntó, con una voz esta vez un tanto más grave y sensual, atusándose la melena pelirroja mientras se colocaba de pie a mi lado, mirándome desde arriba con cierta superioridad.

-No, claro que no.-me apresuré en contestar fríamente, volviendo a fijar la mirada en el piano.

Sus caderas se balancearon hacia mí como si fuese el péndulo de un reloj, marcando los pocos segundos que le llevó acercar su nariz completamente a mi mejilla, mientras deslizaba las uñas por mi cuello oteando por la yugular, susurrándome posteriormente, con el crepitar sutil de una serpiente:

-Vamos, cielo, he visto a boxeadores con el corazón tan acelerado como tú.

No tardó en romper en un efímero segundo la proximidad, dejándome completamente sin palabras. Todavía en mis fosas nasales residía aquel aroma femenino. Permaneció de pie al lado del piano, rozándolo con el canto de las uñas mientras pronunciaba:

-¿Trabajas aquí?


-No…Bueno…Sí, a veces vengo a echarle una mano al tío del bar cuando tiene poca gente.

Su lúbrico cuerpo edénico se acercó de nuevo a mí, rozándome los hombros con las palmas de las manos, mientras de sus labios se escapaban unas palabras vehementes, cuidadosamente envueltas en aquella voz sensual y aterciopelada, asiéndolas entre sus labios rojos para cuidadosamente ir masticándolas al hablar:

-Eres increíble, escucharte es una autentica delicia. Tú puedes brillar,-inclinó su cuerpo para poder observarme por un costado, pudiendo ver un competitivo destello que esplendía en sus pupilas.-dejar a tus enemigos sin habla. No puedes conformarte con menos, Virtanen.

Desvié mi mirada hacia ella bruscamente. No me esperaba en absoluto que hubiese averiguado mi apellido, ni siquiera podía caberme en la cabeza cómo lo había sabido, haciendo tantísimos Villes en todo Helsinki. Al ver mi expresión de sorpresa, volvió a reírse de nuevo, tapándose los labios con las manos, como si hubiese dicho algo que no debiera. Molesto, volví a dirigir mi cuerpo hacia el piano, frunciendo el ceño mientras murmuraba:

-No hagas como que sabes todo sobre mí solamente por un simple polvo, Christine.

Y fue al escuchar de mis propios labios aquel nombre hechizado cuando me quedé completamente en blanco con la boca entreabierta y la mirada fija en la pared. Le había puesto en bandeja de plata su gran jaque mate.

-Pues para haber sido un simple polvo, todavía te acuerdas.-clamó orgullosa, contoneándose hacia mí con un aire ganador.

-¡Está bien!-chillé, golpeando la tapa del piano con ambos puños, provocando un estentóreo golpe.-Está bien, desde esa noche no dejo de pensar en ti y en ese jodido violín tuyo. ¿Era eso lo que querías oír?-alcé la cabeza, respirando agitadamente por el nerviosismo, apretando entre sí ambas filas de mis dientes.

Christine, en cambio, se acercó a mí serena y tranquila. Apoyó sus dos grandes, yertos e enhiestos pechos sobre la tapa, lo suficientemente cerca de mi propio pecho para que acelerase todavía más mi propio aliento y susurró muy suavemente, mientras sus uñas volvían a deslizarse por mi cuello con delicadeza suma.

-Hay muchas cosas que quiero oír de esos labios tuyos.-los perfiló con el pulgar, esbozando ella misma una sonrisa.-Pero eso será en su debido momento,-acercó su rostro al mío para poder concluir en un murmullo.-pianista.

En un evanescente movimiento se separó del piano y, sin darme tiempo a reaccionar, me dio la espalda para irse, balanceando sus caderas en un movimiento sutil, tan promiscuo como inicuo. Pude observar como su silueta se aliaba con la oscuridad de la estancia, convirtiéndose en una negra sombra, que relucía destellos bermejos cada vez que meneaba su lustroso cabello. Fue un acto involuntario el desviar la mirada hacia el piano y encontrar un papel sobre la tapa, el cual pincé entre mis dedos todavía jóvenes y sanos, para poder leer su contenido, el cual inevitablemente provocó un ataque de risa incrédula por mi parte. Era una entrada, de mi concierto en el Hartwall Areena, hacía un par de noches. Entonces caí en la cuenta.

Ella ya conocía todo sobre mí. 

sábado, 5 de febrero de 2011

Winter 2005, Fragile wings of a Butterfly

El invierno dibujaba una noche fría en las calles de Helsinkki, tiñendo de blanco toda la ciudad. Los destellos grises del viento se dibujaban en mi mente como un manto que lejos de calentarme aumentaba los escalofríos que liberaba mi cuerpo a causa del frío. El único sitio que me parecía entonces seguro era la habitación de Christine, pequeña y angosta, que translucía un ambiente bohemio y cálido, con las paredes revestidas de papel de pared negro, lleno de manchurrones de pintura provocados por sus propias brochas, que le conferían una explosión de color a la estancia. Al igual que en mi salón, que era donde guardaba el teclado, había infinidad de partituras tiradas en cualquier sitio: en el suelo, sobre la cama, encima de la cómoda, escritas todas con su letra estilizada y elegante, tanto las notas como las letras de sus canciones, como mi nombre, acompañado de unos cuantos corazones dibujados algunas veces, escrito en cada uno de los papeles, como intentando recordarme en cada momento, mirase hacia donde mirase. En una de las esquinas de la habitación yacía su violín clásico, de madera tintada con rayas negras y blancas, el instrumento con el que la conocí, y su violín eléctrico, de color praliné, adornado con brillante pedrería transparente. Colocamos ambos en medio de la habitación la mesita de noche, liberada de la lámpara de flexo negra que tenía encima, solamente en aquella ocasión, para colocar encima la bolsita que le había comprado a Nicolai. Volqué un poco de aquel polvo blanco sobre ella, tras haberme arrodillado enfrente, agrupándolo en rayas verticales con la ayuda de carné de la biblioteca de Christine, una grandísima fan de la literatura shakesperiana. Ella procuraba descanso para su sien en mi hombro, dejando caer por mi brazo su larguísima melena pelirroja. Clavaba su cerúlea mirada en el cristal que yacía sobre la mesa, que tintineaba levemente cada vez que lo movía, al tiempo que jugueteaba con los botones de mi camisa, metiendo las manos entre dos de ellos para poder rozar mi piel desnuda con sus uñas afiladas. En cuanto di agrupado la susodicha droga a mi gusto, en cuatro parcelas, dejé el carné a un lado. Christine se inclinó hacia delante, queriendo ser la primera en esnifar, aunque la detuve.

-Déjame probarlo primero. No me extrañaría que Nico nos hubiese timado.

-¿Piensas dejarme a mí sin nada, Virtanen?-preguntó, colocando las manos en sus caderas, fingiendo indignación, aunque esbozando una de sus pícaras sonrisas.

-Claro que no, mi vida.-me acerqué a ella para darle un recatado beso en los labios.-Tengo un poco de coca en el bolsillo de la americana-la señalé con el pulgar, pues yacía encima de la cama. Christine se había apresurado en quitármela.-Si no me convence, te la doy toda, y no se hable más.-añadí, sabiendo que iba a contradecirme.

Moví un poco los pies, procurando que no se entumeciesen por la postura que había adoptado. Me incliné sobre las rayas de cristal, cogiendo un pequeño tubo hecho con un billete de cinco y aproximándolo a mi nariz. Tapé el orificio libre, tomando aire con la mayor fuerza que pude, sintiendo la cocaína, mezclada con los pedazos de vidrio, rasurándome por dentro. Apoyé los puños sobre la mesa, notando cómo, desde la nariz, el efecto del cristal se extendía por todo mi cuerpo, como entremezclado con mi sangre. Miré a Christine de  reojo, dándole luz verde con una sonrisa. Ella me correspondió ilusionada, mostrándome su sonrisa de dientes blancos y perfectos cual perlas, a pesar de que ella fumaba casi tanto como yo. Se inclinó hacia la mesa, formando un arco de carne con su espalda, cubierta por una camiseta cuyo modo de apertura era una cremallera que formaba con su espalda aquel arco perfecto. Agarró entre las yemas de sus dedos índice y pulgar el mismo tubo que yo había usado, arrebatándomelo de las manos con aquella mirada tentadora que solía poner, y lo acercó a un orificio de su nariz, sin fallar ni un momento en su trayectoria. Tapó el otro con el índice de la otra mano, respirando fuerte para absorber la raya que estaba al lado de la que yo me había esnifado. Tras haberlo hecho, dejó lentamente el billete sobre la mesa para caer de rodillas sobre el suelo aturdida. Desvié la mirada hacia ella, adoptando un ademán de preocupación en mi rostro. Era la primera vez que Christine probaba el cristal, y temí profundamente que fuese demasiado fuerte para ella. Me arrodillé a su lado, cogiéndola de la mano, sin quitarle la vista de encima. La droga había tornado su sangre cálida y desbocada, haciendo que le hirviesen las palmas de las manos. En ese momento cayó entre mis dedos una gota de sangre, provocando un seco repique. Alcé la mirada. Por uno de los orificios de su nariz, un furioso río de sangre se abría paso por su marmóreo rostro, imposibilitándole la respiración, por lo que se veía obligada a entreabrir los labios. Tomé su rostro entre mis manos rápidamente, mas intentando no alarmarla. Algún cristal diminuto le habría segado una vena, pasaba muchas veces. Acerqué mis labios al nacimiento del reguero de sangre, limpiándola con la punta de mi afilada lengua, recta y precisa cual navaja. Noté su aliento bajo mi barbilla, acariciando mi cuello con sus leves, calientes cosquillas. Mis papilas gustativas se excitaron al notar el sabor férreo de su sangre, que recorría desde su nariz hasta su labio superior, pintado de fucsia como solía. Tracé con saliva el sendero hacia su olfato, el cual notaba también la presencia del líquido bermejo, lo que hacía arrugarse levemente su tabique nasal. Fui poco a poco introduciendo mi lengua dentro de mi boca, al notar que el licor de sus venas dejaba de brotar. Ella me miró. Yo la miré. En sus ojos azules noté aquella chispa centelleante que producía el cristal, que palpitaba intermitentemente al ritmo acelerado del corazón. Apoyé mis labios lentamente sobre los suyos, deslizándolos desde la nariz. En cuanto pudo reconocerlos, como si sus resecas fisuras fuesen alguna especie de código de barras, entreabrió los suyos para atraparlos con rapidez. Seguí su ritmo frenético, rozando mi lengua con la suya cada vez que abríamos la boca para respirar. Su saliva dulzona era más adictiva que el vodka con más fuerte sabor. En un impulso la tumbé sobre la mesa, derrumbando la bolsita entreabierta, impregnando en su ropa los restos de cristal dispuestos en rayas perfectamente colocadas. Le agarré los puños. No tenía hacia donde escapar. Envolví su rostro en besos, le corté la respiración. Ahora sus pulmones eran los míos, y solo yo la abastecería de aire. Se retorció como una culebra, excitada, forcejeando para soltarse. La tomé en mis brazos como a una niña, abrazándola, para poder desabrocharle la cremallera en tanto que ella me besaba frenética el cuello, buscando la vena que le marcaría el ritmo. Un tirón seco, y se descubrió ante mí.

Entonces me detuve súbitamente, soltando la cremallera. Coloqué las manos en sus costados para tirar de la camisa hacia cada uno de ellos, permitiendo que se abriese. Christine también detuvo sus frenéticos besos, irguiendo la cabeza para poder mirarme. ¿Qué pasa, Ville? Me quedé atónito. ¿Desde cuándo estaba aquello allí? Su espalda, su hermosa espalda, poseedora de unas bellas curvas, de una fisionomía cuasi perfecta, se encontraba dividida en dos partes, mediante una herida en vertical, como el filo de una camisa. En lugar de botones o cremallera, la cerraban unos puntos, de aspecto semejante a pedazos de cinta aislante, estratégicamente colocados. Buena parte de su nuca se encontraba también partida, lacerada, por eso habían rapado el cabello de la zona. La estreché en mis brazos aterrado; fue la primera vez que realmente temí por ella, que sentí encogérseme el corazón para no volver a dilatarse. Apoyó la mejilla contra mi hombro, susurrándome muy suavemente:

-Siento no habértelo contado antes, Ville.

-P…-intenté arrancar una palabra de mi boca, mas era tan complicado como arrancarme la piel.- ¿Pero qué coño es esto?

-Me operaron de la espalda hace dos semanas aproximadamente. Después de 22 años se han decidido a llamarme. ¿Qué triste, no?-añadió esta última frase con aquel tono meloso que solía, procurando quitarle hierro al asunto.

-¿Qué te pasaba en la espalda?-murmuré, sin quitar de encima la vista a aquella abertura.

-Tengo problemas desde pequeña. Mis vértebras, querido, son frágiles como un castillo de naipes.

-Joder. ¿Por qué no me habías avisado?-esta vez alcé la voz, con un tono de claro reproche.

-Estabas en Francia, no sé si recuerdas. Habías tenido un par de conciertos allí, por eso no pude avisarte.

Me mordí los labios fuertemente. Era cierto, había estado en Francia, como quien dice en la otra punta de Europa. Lejos, tan lejos de mi Christine cuando más me había necesitado. En aquel momento, la impotencia se apoderó de cada rincón de mi cuerpo, haciéndome sentir el ser más jodidamente ciego, más egoísta del mundo.

-Ville, esa respiración.-se percató ella. Sonaba temblorosa y entrecortada.-No irás a llorar, ¿verdad que no?-No respondí, hice de tripas corazón, no pude evitar abrazarla fuerte.-No fue para tanto, fue una intervención sencilla dentro de lo que cabe. Tras unos cinco días salí del hospital por mi propio pie.-me informó, orgullosa de sí misma.-Eso no es nada común en alguien que se opera de la espalda.

-Mierda, Christine, quería estar contigo, joder.-logré pronunciar.-Podrías haberme llamado.

-Olvidas un pequeño detalle: no tengo teléfono en casa, y como que no hay cabinas en el hospital. De verdad que estoy bien, créeme.-reiteró tras una breve pausa.- Si no, no habría ido a trabajar.

-¿Fuiste a trabajar?-le reprendí, frunciendo el ceño en respuesta.

-Claro. El violín no se toca solo, ¿sabes?-giró completamente su escultural cuerpo de sirena, para poder rodear mi cuello con sus brazos.

Su mirada, aún la recuerdo, azul en aquel momento como mis más tiernos sentimientos, como las caricias más certeras que ejecutaban sus manos, coronadas por unas larguísimas uñas negras. Frágil la tomé en mis brazos, dejando su cabello pelirrojo a merced del aire, meneándose de manera graciosa, ondeando como el mar de sus ojos. Noté el calor que desprendía aquella herida aún abierta, la cual parecía querer descubrir su carne trémula, envuelta en el néctar con el que confeccionaba mis sueños. Deslizó una de sus piernas desnudas por una de las mías, embutida en un pantalón negro. Su sonrisa era tan dulce, y translucía a la vez tanta debilidad, casi parecía hecha de cristal fino, que cualquier roce pudiese romperla. La acosté poco a poco en la cama, excitando los más sensibles que nunca poros de su piel, pudiendo así contener en sus brazos toda su promiscuidad, juntarla con la mía, y dejarla estallar… a la vez con una inusual delicadeza, con lentitud, muy despacio, muy despacio…

Como sostener en brazos las quebradizas alas de una mariposa. 

miércoles, 5 de enero de 2011

Su regalo de navidad

-Buen espectáculo, chaval, aquí tienes.

Así fue como recibí mi primera paga. Había ido a trabajar una sola noche a un bar, donde habían buscado a un músico sustituto un par de días. Recuerdo con claridad la estancia. Distaba de ser elegante en aquel entonces, pero quizás lo había sido en tiempos mejores. No se trataba tampoco un bar sucio y apestoso, solamente era tan antiguo que su momento de gloria había pasado hacía demasiado tiempo, como un anciano que te cuenta sus historias de juventud encerradas en las paredes de pintura rasgada, entre los agujeros de carcoma de las mesas, alrededor de las tablas podridas del suelo. Solamente tres o cuatro clientes tenía por el día; aumentaba el cupo por la noche, pero no demasiado, quizás iban algunos músicos más, o bien para abuchearte o para aclamarte, sufrí un poco de todo. Eran las vacaciones de navidad, faltaba una sola noche para Nochebuena, y el garito se había engalanado con guirnaldas de colores eléctricos y vivos, parecidas al visón de una furcia, además de un par de muérdagos de pega en las puertas del servicio. El camarero, de aspecto cadavérico y demacrado, embutido en un traje negro, siempre el mismo, que resaltaba su cuerpo desgarbado y esbelto, me había arrojado las monedas en la barra, como si fuese un perro al que le arrojaban un trozo de carne al suelo. Antes de recogerlas las examiné con la vista exhaustivamente. No era un sueldo excesivo, mas no podía quejarme; sólo tenía 17 años. Cogí las monedas, sin siquiera agradecérselo, pues no le veía razón de ser, y me las metí en el bolsillo del abrigo, escondidas en un bolsillo diminuto dentro de este, cosido por mí mismo para evitar atracos. Me atusé la bufanda al cuello antes de salir por la puerta, murmurando, al unísono del camarero, aquella frasecita que no dejaba de repetirse por aquellas fechas. “Felices fiestas”.

Paseé por la calle en aquella noche fría, sin rumbo fijo, con las manos metidas en los bolsillos. El tintineo de las monedas, ganadas con mi propio esfuerzo, hacía que mi corazón pegase un tímido salto, provocando en mis labios en consecuencia una leve sonrisa de satisfacción. Clavé la mirada en el suelo; la nieve comenzaba a cuajar, entumeciendo mis pies, menos abrigados de lo que deberían. Las palabras de mi madre resonaban en mi cabeza. Un caprichito, es sólo un caprichito. Joder, me murmuré a mí mismo. No tenía dinero para comprarme unas botas decentes, ni para comprarle unas sábanas más cálidas a mi hermana, que la sentía yo tiritar todas las noches, y tuvo que comprarse un aparato de video para Navidad. “Auto-regalo”, se llama esa nueva moda. “Anteponer mis intereses a la salud de mis hijos” se llama la nueva moda que inventó mi madre. Le di una patada a una piedra, levantando un poco de nieve, mientras mascullaba todo aquello que debí haberle dicho a la cara. Dudo que me hubiese escuchado. Aún así, había estado ahorrando con celo todo el dinero que había podido ganar tocando con mi teclado de segunda mano para comprarle a mi hermana una manta de franela para que no volviese a tener frío, y creo que de ser necesario le habría dejado todas las mantas que tengo en mi cama. Aparato de video, hay que joderse y punto, ¿para qué sirve esa mierda? Ladeé inconscientemente la mirada, fijándome en los escaparates relucientes que adornaban la ciudad. En las calles principales, distantes del barrio del que procedía, estaban decorados con opulencia, llenos de luces y de adornos, que me hacían inevitablemente quedarme prendado del cristal. Tenía que avanzar, se iba a hacer tarde. Mi madre se preocuparía por mí; mi hermana, más; y no era aconsejable ir por mi barrio a altas horas de la noche. Entonces fue cuando lo vi. Entre una tienda de lencería y un anticuario. Una tienda de electrodomésticos. En el escaparate, delante de mis propias narices, estaba aquella televisión enorme, en color, con su respectivo aparato de video debajo. Me detuve frente a él, ignorando el bullicio que corría a mis espaldas, haciendo las últimas compras antes de Nochebuena. Así que eso era, ese aparato gris. Era pequeño y alargado, con infinidad de botones y una pantallita en negro, que reflejaba la hora en números rojos. Miré hacia los lados instintivamente. Nadie que yo conociese, ni mi madre, ni mi hermana tampoco, transitaban por aquella calle. Solamente mujeres bien arregladas, hombres elegantes y niños pijos. Tragué sonoramente saliva, mientras me metía rápidamente, me escondía, huía al interior de aquella tienda.

-¿Puedo ayudarte en algo?-me preguntó el vendedor en cuanto me vio entrar. Por lo que se veía, no tenía a mucha gente. Solamente un par de personas observando las cocinas, seguramente eran pareja.

Me acerqué tímidamente al mostrador, con las manos metidas en los bolsillos. Moví un poco la mano izquierda. Otra vez el tintineo de las monedas. Otra vez el salto en el corazón. Ahora palpitaba mucho más deprisa, debido al pánico por encontrarme en aquella tienda, completamente solo, mal arreglado, cabe destacar. Temí que no me atendiesen, que me tomasen por un ignorante o algo parecido, que me mandasen salir fuera de la tienda. Apoyé las manos en el mostrador. Notaba el corazón como si quisiese escaparme del cuerpo y chocar irremediablemente contra la caja registradora. Intenté buscar saliva que tragar, mas tenía la boca completamente reseca y rasposa. Entreabrí los labios para decidirme a formular mi petición.

-¿Podría usted explicarme p…para qué sirve un aparato de video?

Pronuncié las palabras tan atropelladamente, que el vendedor tuvo que hacer un sobreesfuerzo para entenderme.

-¿Un aparato de video, dices? Pues sirve para ver películas, hijo.

-Películas.-repetí, afianzando el concepto en mi cabeza.

-Exacto. Mira,-se giró levemente para coger de una estantería una caja de color negro, envuelta parcialmente por un plástico transparente.-se graban en cintas de VHS y se reproducen en el aparato de video.

Abrió entonces la caja, mostrándome una de las susodichas cintas. Era también de color negro, rectangular, semejante a las que se colocaban en los casetes para escuchar música, pero más grande. Rocé el espacio que albergaba aquellas tiras negras enrolladas, las cuales emanaban un extraño brillo, cual si fuesen de charol, con mis dedos.

-¿Tiene más cintas de VHC?-pregunté, sin apartar la vista de ella.

-VHS.-me corrigió, quizás algo molesto.-Y sí, sí que tengo, pero las vendo junto con los aparatos de video.

Desoí su advertencia en cuanto desvié la mirada hacia uno de aquellos aparatos. Encima de él, había una película, al igual que encima de los otros. Pero no era una película cualquiera. “La bella durmiente”, rezaba, y en su portada aparecía una mujer con una longuísima melena rubia, aferrada a un galán de cabello castaño, rozando sus labios con mucha delicadeza, en tanto que sostenía entre sus finas manos una rosa roja. Sobre su cabello reposaba una corona ligeramente pequeña, lo que me llevó a pensar que era una princesa. Princesa, me repetí mentalmente. Me acerqué a la cinta poco a poco, como si tuviese miedo de que escapase por la puerta al hacer un movimiento brusco. La cogí entre mis manos, alzándola un poco en el aire para poder contemplarla mejor. Una princesa.

-Oye, chaval, ¿no me estás escuchando o qué?

Volví a girarme hacia el mostrador rápidamente esta vez. Dejé encima de él la película, y comencé a sacar de mi bolsillo una a una las monedas que me acababan de dar como sueldo por mis actuaciones, provocando un sonoro retintín. Las acerqué hacia el vendedor, agrupándolas con mis dedos, murmurando con voz tímida:

-¿Así está bien?

Él alzó una ceja, no muy convencido con la baja cantidad de dinero que le ofrecía, solamente por una cinta de vídeo. Alcé la mirada, observándole con mis ojos verdes, esta vez suplicantes, atemorizados, mas decididos. Negó con la cabeza, riéndose con sorna.

-Sí hijo, sí, llévatela. ¿Te la envuelvo para regalo?-preguntó, rematando así la burla, a punto de romper a reír de nuevo.

-Sí. Envuélvesela para mi hermana pequeña.

Ignoro si fue aquella frase, pronunciada con todo el amor del mundo, o fue el simple hecho de que un chaval menor de edad, con aspecto enfermizo y mal vestido, gastase el poco dinero que tenía en comprarle un simple regalo de navidad a su hermana, lo que le hizo tragarse sus palabras y rodear la tapa de un papel de regalo color de rosa.
                                                           ***
Aquel año nos había esperado una gélida Nochebuena. Los copos de nieve, algunos tan grandes como mi dedo pulgar, golpeaban con fuerza nuestras frágiles ventanas. Como siempre en aquellas fechas, la entumecida y vieja calefacción se había averiado, y estar dentro de nuestra casa era lo más parecido a encerrarse en un mausoleo. Durante toda la cena, en la cual tomamos pollo al horno, si no recuerdo mal, Anja se pasó temblando, hasta el punto de que le cayeron un par de veces los cubiertos al suelo. Me desgarraba el alma verla de aquel modo, soportando las broncas de mi madre, por algo inevitable para la pobre cría. No me pude aguantar toda la cena así, y en medio de esta, me levanté bruscamente de la mesa, corriendo hacia mi habitación a coger el gran paquete de regalo marrón en el que estaba metida la manta de franela. Debajo de él, pude vislumbrar aquella caja rosa, que contenía la película para Anja. De nuevo, mi corazón pegó un pequeño salto, apresurándose a latir más fuerte. Volví a la mesa, con el paquete en brazos, bajo las estupefactas miradas de mi madre y de Anja.

-Creo que Papá Noel se ha adelantado un poco.-me excusé, dejando el paquete sobre las piernas de Anja.

Lo abrió con rapidez, visiblemente emocionada. Sospecho que sabía lo que era, por la forma del paquete. Sus ojos translucieron una felicidad enorme, al tiempo que extendía sus brazos hacia mí para poder rodear con ellos mi cuello y abrazarme con fuerza.

-Muchas gracias, Ville.

-De nada, princesa.

Me separé un poquito de ella muy a mi pesar, pudiendo agarrar la manta de color verde por los extremos. Vamos a ver, murmuré muy despacio, alargando la última palabra, mientras envolvía el cuerpo de mi hermana con ella, colocándola semejante a un rollito de canela. Lo único que sacó de la manta fueron las manos para poder comer, y una dulcísima sonrisa para dedicarme.

En cuanto terminamos la cena, mi madre nos dio nuestros regalos: Una bufanda para Anja, una libreta para mí y un aparato de vídeo para ella misma. Esta vez no refunfuñé. Unos incesantes y fuertes golpecitos en mis costillas me susurraban el pequeño secreto que todavía mantenía guardado. Guardé la libreta en mi habitación y me apresuré en esconder la cinta dentro de mi chaqueta, a ras del pecho, para intentar escondérsela hasta el último momento. Me dirigí a la cocina, que era donde seguían mi madre y ella, una lavando los platos y la otra jugando con una muñeca. No se separaba de la manta de franela, a cada minuto que pasaba se aferraba a ella con más ahínco; aquella imagen me había dado muchísima pena, y me la sigue dando hoy en día. Me acerqué despacito a ella, colocándome a su lado, provocando que se girase hacia mí, dejando sus piernas cubiertas por unas medias verdes a merced del aire.

-Te tengo una última sorpresa, princesa.-le revelé, aún en tono misterioso y confidencial.

El rostro de Anja dibujó una sonrisa ilusionada, abriendo los ojos exageradamente, y me escudriñó de arriba abajo. Vio que tenía una mano metida dentro de la chaqueta, y que un objeto extraño me abultaba cerca del corazón. Su mirada de tornó aviesa esta vez, mientras alargaba las manos hacia la cremallera entreabierta. Me eché un poco hacia atrás, negando varias veces.

-No, no, no. Primero tienes que adivinar qué es.

Se colocó de rodillas encima de la silla, irradiando una gran curiosidad por saber cuál era su próximo regalo. Colocó una mano sobre mi pecho y lo palpó, sin dejar de agarrar la manta. Al tocar las esquinas puntiagudas de la caja, frunció el ceño; quizás había descartado ya alguna conjetura. Se acercó un poco más y apoyó su oído sobre la cinta. No sé qué esperaba escuchar, por lo que no pude evitar reírme levemente. Me extrañaría que no oyese, aunque fuese a lo lejos, aquellos furiosos latidos que golpeaban cada vez más rápido la película. Soltó un leve bufido, volviendo de nuevo a enderezarse. Tamborileó con los dedos sobre la caja, intentando indagar si había o no algo dentro. Su sonido, como metálico, la hacía dudar todavía más. Alzó la mirada hacia mí, a punto de llorar de desesperación.

-Jobá, Ville, no sé qué es. Dímelo, porfi.

Solté una carcajada; sabía que no adivinaría nunca lo que escondía tras mi chaqueta. Está bien, cedí, abriendo la cremallera con la otra mano, extrayendo el paquete rosa, ahora caliente por la exposición a mi cuerpo. Se lo entregué, ante su mirada de expectación. La larga espera y todas las tesis descartadas sobre la identidad del regalo, la hizo romper el envoltorio rápidamente, reduciéndolo a pedacitos que cayeron sobre el suelo. Una interrogante expresión se esbozó en su rostro al ver la película. Me incliné hacia ella para poder explicarle.

-Es una cinta de vídeo.-mi madre se dio la vuelta súbitamente para mirarnos.-Es un cuento de dibujos animados.

Entonces abrió la boca profundamente sorprendida. Sin soltar la película siquiera, se echó en mis brazos de un salto, haciendo que tuviese que agarrarla por los muslos para evitar que se hiciese daño. Me besó reiteradas veces la mejilla, sin darle apenas tiempo para poder respirar, al tiempo que me daba una y otra vez las gracias. Con una de mis manos la acerqué a mi cuerpo, haciendo que pudiese apoyar la cabeza en el hombro y calmarse un poco de la euforia inicial. Apretó un poco más el abrazo, mimosa, mientras yo aguantaba su manta con la barbilla.

-Oye, princesa, ¿qué te parece si vamos a ver la película tú y yo juntos?

-¡Sí!-afirmó rotundamente, volviendo a echarse a mi cuerpo. Por un instante olvidó el frío, olvidó completamente el desprecio que nos había hecho nuestra madre, al haber recibido uno de los poquísimos regalos que pudimos darle en toda su vida: una película de princesas.

Es inevitable que cuando llegan estas fechas me vuelva la misma historia a la mente, aquella navidad cuando yo tenía diecisiete años. Que no vuelva a rememorar aquella sonrisa dulce y aniñada, que susurraba en voz muy bajita: “Gracias, hermanito”. 


[Photo taken in Weheartit]

sábado, 1 de enero de 2011

One kiss

Esa palpitante sensación que noto al verte, las rachas de azul. No un azul corriente, un azul verdoso, un azul turquesa. Azul metálico, contaminado, y tan puro a la vez. Como sus ojos. Recuerdo haberla visto aquella vez en la calle, pobrecilla, rodeada de todos aquellos yonkis, en tierra extraña. Por sus venas corría la misma sangre que por las mías. Sangre fría, coagulada, sangre de una tierra en el barranco de Europa. Un barranco por el que gustoso me habría tirado cogidos de la mano. Era como adrenalina lo que subía por mi pecho arriba, como ácido que corroe, como estimulante que acelera el corazón. Hablamos durante tiempo. Palabras despedidas por mis labios que se introducían en sus oídos como una celestial caricia. ¿Cómo podía una mujer de su calibre haber acabado en aquel mundo de corrupción? En aquella calle, con aquella gente malhablada y sucia. Era mi gente, no la suya. Le arrebaté la jeringuilla de las manos. Pobrecilla, aún temblaba. Me dijo que tenía piso, tan pequeño que apenas su gato y ella podían habitar en él. Amablemente le ofrecí morada.

Y otra vez aquel azul, como mar envuelto en algas, algas que me anegan, me asfixian, son horcas para mi cuello, y aún así soy capaz de conversar abiertamente con ella. Tratamos temas tabú, hablamos de drogas y sexo. ¿Tu primera vez? me preguntó, con su vocecilla dulce; inconcebiblemente corrompida. La simple imagen de mi cuerpo siendo catado por otra mujer la hizo sonrojarse. La imaginación me ayudó a visualizar su sexo abierto como una flor, ante mí, tan frágil, tan delicado. Una orquídea tal vez, una rosa con cien mil pétalos que debía deshojar. Quiso que durmiésemos juntos, en mi cama. su primera noche, quizás estaba asustada. Se aferró fuertemente a mí, tras haber conversado tanto, tanto, era como si fuésemos viejos amigos.

De nuevo aquel palpitar, aquel azul, contra su mejilla, contra mi pecho, mis costillas, a punto de desgarrarlas, de un golpe seco, rajarlas, quebrarlas, romperlas, como seca madera, como un cascarón, como un cristal contra el suelo. Mas continuo respirando tan tranquilo, relajado, muy lentamente, al tiempo que le acaricio el cabello negro. El fuego se aviva, la tomo en brazos, ella sabe lo que pasará después, yo lo siento dentro de mí abrasándome las venas. La beso en los labios efusivamente, como si el único aire que pudiésemos respirar es el que emana la boca del otro. No, no podemos, tengo novio. Susurra, entre jadeos. Está excitada, su sexo emana un líquido caliente como lava. Mis dedos se acercan a la zona, la roza, notan el calor que emana. No me importa. Escupo, chillo acaso. Siento mi miembro como una navaja, recto, cortante, deseoso. Palpo sus brazos, repletos de cicatrices, al igual que mis manos. Ranuras que rellenar con ese azul que me abrasa la garganta, por esa sangre que corre por nuestras venas, sangre gélida, helada, sangre finesa. sangre ahora en su punto de ebullición, a punto de evaporarse. Las secreciones calientes, la saliva escasa, el corazón a punto de hacer estallar el cuerpo.

Entonces llegó el beso.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Hasta que la muerte nos una

Desde la cima del acantilado, las rocas más cercanas al mar parecían todavía más amenazadoras. Observé inerte cómo los vecinos de los alrededores, a la par que unos agentes de policía, extraen del mar el cuerpo sin vida de una mujer. Vestida con un vestido largo de novia, salido del más ostentoso ajuar, empapado por el dolor y la amargura, por la rabia. Su largo cabello, entremezclado con las algas, acaricia la superficie del agua, con muchísima delicadeza, liviano, como una pluma. Como Venus tallada en mármol, emergiendo de la espuma del océano, yace frágil entre los rudos brazos de tres o cuatro hombres robustos con pinta de marineros, sorprendidos, al igual que el resto de curiosos, mirones, escoria, que se empujan mutuamente con una morbosidad mitómana. En un suspiro, una décima de segundo quizás, su rostro inerte se entornó hacia mí y pude ver sus ojos; vidriosos, inertes, entornados hacia el cielo. Fue entonces cuando la sentí detrás de mí. Me giré, para poder contemplar su cabello pelirrojo completamente mojado. Por un segundo nos miramos a los ojos sin decir nada. Vi los suyos llenos de lágrimas por primera vez, vidriosos, azules como el mar que le había quitado la vida. Nos mantuvimos en silencio, solamente escuchando el sonido de las olas golpear contra la costa, peligrando el cadáver y a los que intentaban rescatarlo de la fiereza del océano. Apreté los labios con impotencia, antes de arrancar unas palabras rotas:




-¿Cómo pudiste, Christine?

-Veo que tu amiguita la medium te lo ha contado.-dijo. Y era cierto. Una de mis musas, Nora, se dedicaba a esos tinglados. Había contactado con Christine a mis espaldas, aunque posteriormente me lo confesase. A la par que la horrible tragedia. 

-¿Cómo pudiste?-repetí, alzando la voz.

-Me habías abandonado.-respondió, acercándose a mí un par de pasos.-Te habías ido como un fantasma, me dejaste sola.

-Yo...no quería... Sabías que tenía que irme de Helsinki. Mi hermana había muerto por mi culpa.-me señalé, golpeando mi esternón con las yemas de los dedos, como queriendo quebrarlo.

-Me prometiste que nos casaríamos, Ville. Que podríamos compartir apellido, y casa, y corazón.-prosiguió, mostrándose indignada.

-Christine...-intenté buscar en vano las palabras para excusarme.

-Aquella mañana me había comprado un vestido de novia en una tienda del centro. Me había gastado todos mis ahorros en él.-tomó entre sus manos carcomidas por los peces las puntas del vestido, alzándolo para que lo viese.

Volví a morderme los labios. Cerré fuerte los ojos. No quera seguir oyéndola, me mataba por dentro, me devoraban sus palabras.

-Fui al bar para buscarte al día siguiente, y no estabas allí. Me dijeron que te habías ido para no volver.-comenzó a llorar, como si toda el agua que había tragado la expulsase por los ojos.-Me pasé el día llorando. Poco me costó decidir lo que iba a hacer...

-¡¡Si todavía me quieres aunque sea un poco, cállate la puta boca!!-chillé completamente desquiciado. Las lágrimas corrían por mis mejillas, escapando de mis rudas palabras.

Christine se mordió las uñas, disgustada. Sí, aquella era la manera de la que lo hacía, pinzando entre sus dientes la cara más sobresaliente de la uña, para arrancarla de cuajo. Las pielecillas de alrededor venían después, las cuales sólo mordisqueaba para ir recortando la periferia de la uña. Mis labios comenzaron a temblar. No pude evitar tomarla muy delicadamente en brazos, mientras se iba deshaciendo en lágrimas. Acaricié su cabello envuelto por el agua, susurrándole lo muchísimo que la quería. Shh, no llores más, mi vida, le decía, reiteraba, repetía, en voz muy bajita, trémula. Ella alzó de nuevo la mirada, para esconderla posteriormente bajo sus párpados, mientras escuchaba el rumor de mi corazón, el cual parecía entrar en perfecta sinfonía con las olas sosegadas, melancólicas, tristes.

-Pero estaré contigo siempre.-recalcó.-En tu mente, dentro, muy dentro. Vives para mí como yo he muerto por ti. Estaremos siempre juntos.-esbozó una leve sonrisa. Me tomó de la mano, engarzó mis dedos entre los suyos, como si fuesen las argollas de una cadena.-Hasta que la muerte nos una.




[Photo taken of DA]