sábado, 5 de febrero de 2011

Winter 2005, Fragile wings of a Butterfly

El invierno dibujaba una noche fría en las calles de Helsinkki, tiñendo de blanco toda la ciudad. Los destellos grises del viento se dibujaban en mi mente como un manto que lejos de calentarme aumentaba los escalofríos que liberaba mi cuerpo a causa del frío. El único sitio que me parecía entonces seguro era la habitación de Christine, pequeña y angosta, que translucía un ambiente bohemio y cálido, con las paredes revestidas de papel de pared negro, lleno de manchurrones de pintura provocados por sus propias brochas, que le conferían una explosión de color a la estancia. Al igual que en mi salón, que era donde guardaba el teclado, había infinidad de partituras tiradas en cualquier sitio: en el suelo, sobre la cama, encima de la cómoda, escritas todas con su letra estilizada y elegante, tanto las notas como las letras de sus canciones, como mi nombre, acompañado de unos cuantos corazones dibujados algunas veces, escrito en cada uno de los papeles, como intentando recordarme en cada momento, mirase hacia donde mirase. En una de las esquinas de la habitación yacía su violín clásico, de madera tintada con rayas negras y blancas, el instrumento con el que la conocí, y su violín eléctrico, de color praliné, adornado con brillante pedrería transparente. Colocamos ambos en medio de la habitación la mesita de noche, liberada de la lámpara de flexo negra que tenía encima, solamente en aquella ocasión, para colocar encima la bolsita que le había comprado a Nicolai. Volqué un poco de aquel polvo blanco sobre ella, tras haberme arrodillado enfrente, agrupándolo en rayas verticales con la ayuda de carné de la biblioteca de Christine, una grandísima fan de la literatura shakesperiana. Ella procuraba descanso para su sien en mi hombro, dejando caer por mi brazo su larguísima melena pelirroja. Clavaba su cerúlea mirada en el cristal que yacía sobre la mesa, que tintineaba levemente cada vez que lo movía, al tiempo que jugueteaba con los botones de mi camisa, metiendo las manos entre dos de ellos para poder rozar mi piel desnuda con sus uñas afiladas. En cuanto di agrupado la susodicha droga a mi gusto, en cuatro parcelas, dejé el carné a un lado. Christine se inclinó hacia delante, queriendo ser la primera en esnifar, aunque la detuve.

-Déjame probarlo primero. No me extrañaría que Nico nos hubiese timado.

-¿Piensas dejarme a mí sin nada, Virtanen?-preguntó, colocando las manos en sus caderas, fingiendo indignación, aunque esbozando una de sus pícaras sonrisas.

-Claro que no, mi vida.-me acerqué a ella para darle un recatado beso en los labios.-Tengo un poco de coca en el bolsillo de la americana-la señalé con el pulgar, pues yacía encima de la cama. Christine se había apresurado en quitármela.-Si no me convence, te la doy toda, y no se hable más.-añadí, sabiendo que iba a contradecirme.

Moví un poco los pies, procurando que no se entumeciesen por la postura que había adoptado. Me incliné sobre las rayas de cristal, cogiendo un pequeño tubo hecho con un billete de cinco y aproximándolo a mi nariz. Tapé el orificio libre, tomando aire con la mayor fuerza que pude, sintiendo la cocaína, mezclada con los pedazos de vidrio, rasurándome por dentro. Apoyé los puños sobre la mesa, notando cómo, desde la nariz, el efecto del cristal se extendía por todo mi cuerpo, como entremezclado con mi sangre. Miré a Christine de  reojo, dándole luz verde con una sonrisa. Ella me correspondió ilusionada, mostrándome su sonrisa de dientes blancos y perfectos cual perlas, a pesar de que ella fumaba casi tanto como yo. Se inclinó hacia la mesa, formando un arco de carne con su espalda, cubierta por una camiseta cuyo modo de apertura era una cremallera que formaba con su espalda aquel arco perfecto. Agarró entre las yemas de sus dedos índice y pulgar el mismo tubo que yo había usado, arrebatándomelo de las manos con aquella mirada tentadora que solía poner, y lo acercó a un orificio de su nariz, sin fallar ni un momento en su trayectoria. Tapó el otro con el índice de la otra mano, respirando fuerte para absorber la raya que estaba al lado de la que yo me había esnifado. Tras haberlo hecho, dejó lentamente el billete sobre la mesa para caer de rodillas sobre el suelo aturdida. Desvié la mirada hacia ella, adoptando un ademán de preocupación en mi rostro. Era la primera vez que Christine probaba el cristal, y temí profundamente que fuese demasiado fuerte para ella. Me arrodillé a su lado, cogiéndola de la mano, sin quitarle la vista de encima. La droga había tornado su sangre cálida y desbocada, haciendo que le hirviesen las palmas de las manos. En ese momento cayó entre mis dedos una gota de sangre, provocando un seco repique. Alcé la mirada. Por uno de los orificios de su nariz, un furioso río de sangre se abría paso por su marmóreo rostro, imposibilitándole la respiración, por lo que se veía obligada a entreabrir los labios. Tomé su rostro entre mis manos rápidamente, mas intentando no alarmarla. Algún cristal diminuto le habría segado una vena, pasaba muchas veces. Acerqué mis labios al nacimiento del reguero de sangre, limpiándola con la punta de mi afilada lengua, recta y precisa cual navaja. Noté su aliento bajo mi barbilla, acariciando mi cuello con sus leves, calientes cosquillas. Mis papilas gustativas se excitaron al notar el sabor férreo de su sangre, que recorría desde su nariz hasta su labio superior, pintado de fucsia como solía. Tracé con saliva el sendero hacia su olfato, el cual notaba también la presencia del líquido bermejo, lo que hacía arrugarse levemente su tabique nasal. Fui poco a poco introduciendo mi lengua dentro de mi boca, al notar que el licor de sus venas dejaba de brotar. Ella me miró. Yo la miré. En sus ojos azules noté aquella chispa centelleante que producía el cristal, que palpitaba intermitentemente al ritmo acelerado del corazón. Apoyé mis labios lentamente sobre los suyos, deslizándolos desde la nariz. En cuanto pudo reconocerlos, como si sus resecas fisuras fuesen alguna especie de código de barras, entreabrió los suyos para atraparlos con rapidez. Seguí su ritmo frenético, rozando mi lengua con la suya cada vez que abríamos la boca para respirar. Su saliva dulzona era más adictiva que el vodka con más fuerte sabor. En un impulso la tumbé sobre la mesa, derrumbando la bolsita entreabierta, impregnando en su ropa los restos de cristal dispuestos en rayas perfectamente colocadas. Le agarré los puños. No tenía hacia donde escapar. Envolví su rostro en besos, le corté la respiración. Ahora sus pulmones eran los míos, y solo yo la abastecería de aire. Se retorció como una culebra, excitada, forcejeando para soltarse. La tomé en mis brazos como a una niña, abrazándola, para poder desabrocharle la cremallera en tanto que ella me besaba frenética el cuello, buscando la vena que le marcaría el ritmo. Un tirón seco, y se descubrió ante mí.

Entonces me detuve súbitamente, soltando la cremallera. Coloqué las manos en sus costados para tirar de la camisa hacia cada uno de ellos, permitiendo que se abriese. Christine también detuvo sus frenéticos besos, irguiendo la cabeza para poder mirarme. ¿Qué pasa, Ville? Me quedé atónito. ¿Desde cuándo estaba aquello allí? Su espalda, su hermosa espalda, poseedora de unas bellas curvas, de una fisionomía cuasi perfecta, se encontraba dividida en dos partes, mediante una herida en vertical, como el filo de una camisa. En lugar de botones o cremallera, la cerraban unos puntos, de aspecto semejante a pedazos de cinta aislante, estratégicamente colocados. Buena parte de su nuca se encontraba también partida, lacerada, por eso habían rapado el cabello de la zona. La estreché en mis brazos aterrado; fue la primera vez que realmente temí por ella, que sentí encogérseme el corazón para no volver a dilatarse. Apoyó la mejilla contra mi hombro, susurrándome muy suavemente:

-Siento no habértelo contado antes, Ville.

-P…-intenté arrancar una palabra de mi boca, mas era tan complicado como arrancarme la piel.- ¿Pero qué coño es esto?

-Me operaron de la espalda hace dos semanas aproximadamente. Después de 22 años se han decidido a llamarme. ¿Qué triste, no?-añadió esta última frase con aquel tono meloso que solía, procurando quitarle hierro al asunto.

-¿Qué te pasaba en la espalda?-murmuré, sin quitar de encima la vista a aquella abertura.

-Tengo problemas desde pequeña. Mis vértebras, querido, son frágiles como un castillo de naipes.

-Joder. ¿Por qué no me habías avisado?-esta vez alcé la voz, con un tono de claro reproche.

-Estabas en Francia, no sé si recuerdas. Habías tenido un par de conciertos allí, por eso no pude avisarte.

Me mordí los labios fuertemente. Era cierto, había estado en Francia, como quien dice en la otra punta de Europa. Lejos, tan lejos de mi Christine cuando más me había necesitado. En aquel momento, la impotencia se apoderó de cada rincón de mi cuerpo, haciéndome sentir el ser más jodidamente ciego, más egoísta del mundo.

-Ville, esa respiración.-se percató ella. Sonaba temblorosa y entrecortada.-No irás a llorar, ¿verdad que no?-No respondí, hice de tripas corazón, no pude evitar abrazarla fuerte.-No fue para tanto, fue una intervención sencilla dentro de lo que cabe. Tras unos cinco días salí del hospital por mi propio pie.-me informó, orgullosa de sí misma.-Eso no es nada común en alguien que se opera de la espalda.

-Mierda, Christine, quería estar contigo, joder.-logré pronunciar.-Podrías haberme llamado.

-Olvidas un pequeño detalle: no tengo teléfono en casa, y como que no hay cabinas en el hospital. De verdad que estoy bien, créeme.-reiteró tras una breve pausa.- Si no, no habría ido a trabajar.

-¿Fuiste a trabajar?-le reprendí, frunciendo el ceño en respuesta.

-Claro. El violín no se toca solo, ¿sabes?-giró completamente su escultural cuerpo de sirena, para poder rodear mi cuello con sus brazos.

Su mirada, aún la recuerdo, azul en aquel momento como mis más tiernos sentimientos, como las caricias más certeras que ejecutaban sus manos, coronadas por unas larguísimas uñas negras. Frágil la tomé en mis brazos, dejando su cabello pelirrojo a merced del aire, meneándose de manera graciosa, ondeando como el mar de sus ojos. Noté el calor que desprendía aquella herida aún abierta, la cual parecía querer descubrir su carne trémula, envuelta en el néctar con el que confeccionaba mis sueños. Deslizó una de sus piernas desnudas por una de las mías, embutida en un pantalón negro. Su sonrisa era tan dulce, y translucía a la vez tanta debilidad, casi parecía hecha de cristal fino, que cualquier roce pudiese romperla. La acosté poco a poco en la cama, excitando los más sensibles que nunca poros de su piel, pudiendo así contener en sus brazos toda su promiscuidad, juntarla con la mía, y dejarla estallar… a la vez con una inusual delicadeza, con lentitud, muy despacio, muy despacio…

Como sostener en brazos las quebradizas alas de una mariposa. 

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