miércoles, 5 de enero de 2011

Su regalo de navidad

-Buen espectáculo, chaval, aquí tienes.

Así fue como recibí mi primera paga. Había ido a trabajar una sola noche a un bar, donde habían buscado a un músico sustituto un par de días. Recuerdo con claridad la estancia. Distaba de ser elegante en aquel entonces, pero quizás lo había sido en tiempos mejores. No se trataba tampoco un bar sucio y apestoso, solamente era tan antiguo que su momento de gloria había pasado hacía demasiado tiempo, como un anciano que te cuenta sus historias de juventud encerradas en las paredes de pintura rasgada, entre los agujeros de carcoma de las mesas, alrededor de las tablas podridas del suelo. Solamente tres o cuatro clientes tenía por el día; aumentaba el cupo por la noche, pero no demasiado, quizás iban algunos músicos más, o bien para abuchearte o para aclamarte, sufrí un poco de todo. Eran las vacaciones de navidad, faltaba una sola noche para Nochebuena, y el garito se había engalanado con guirnaldas de colores eléctricos y vivos, parecidas al visón de una furcia, además de un par de muérdagos de pega en las puertas del servicio. El camarero, de aspecto cadavérico y demacrado, embutido en un traje negro, siempre el mismo, que resaltaba su cuerpo desgarbado y esbelto, me había arrojado las monedas en la barra, como si fuese un perro al que le arrojaban un trozo de carne al suelo. Antes de recogerlas las examiné con la vista exhaustivamente. No era un sueldo excesivo, mas no podía quejarme; sólo tenía 17 años. Cogí las monedas, sin siquiera agradecérselo, pues no le veía razón de ser, y me las metí en el bolsillo del abrigo, escondidas en un bolsillo diminuto dentro de este, cosido por mí mismo para evitar atracos. Me atusé la bufanda al cuello antes de salir por la puerta, murmurando, al unísono del camarero, aquella frasecita que no dejaba de repetirse por aquellas fechas. “Felices fiestas”.

Paseé por la calle en aquella noche fría, sin rumbo fijo, con las manos metidas en los bolsillos. El tintineo de las monedas, ganadas con mi propio esfuerzo, hacía que mi corazón pegase un tímido salto, provocando en mis labios en consecuencia una leve sonrisa de satisfacción. Clavé la mirada en el suelo; la nieve comenzaba a cuajar, entumeciendo mis pies, menos abrigados de lo que deberían. Las palabras de mi madre resonaban en mi cabeza. Un caprichito, es sólo un caprichito. Joder, me murmuré a mí mismo. No tenía dinero para comprarme unas botas decentes, ni para comprarle unas sábanas más cálidas a mi hermana, que la sentía yo tiritar todas las noches, y tuvo que comprarse un aparato de video para Navidad. “Auto-regalo”, se llama esa nueva moda. “Anteponer mis intereses a la salud de mis hijos” se llama la nueva moda que inventó mi madre. Le di una patada a una piedra, levantando un poco de nieve, mientras mascullaba todo aquello que debí haberle dicho a la cara. Dudo que me hubiese escuchado. Aún así, había estado ahorrando con celo todo el dinero que había podido ganar tocando con mi teclado de segunda mano para comprarle a mi hermana una manta de franela para que no volviese a tener frío, y creo que de ser necesario le habría dejado todas las mantas que tengo en mi cama. Aparato de video, hay que joderse y punto, ¿para qué sirve esa mierda? Ladeé inconscientemente la mirada, fijándome en los escaparates relucientes que adornaban la ciudad. En las calles principales, distantes del barrio del que procedía, estaban decorados con opulencia, llenos de luces y de adornos, que me hacían inevitablemente quedarme prendado del cristal. Tenía que avanzar, se iba a hacer tarde. Mi madre se preocuparía por mí; mi hermana, más; y no era aconsejable ir por mi barrio a altas horas de la noche. Entonces fue cuando lo vi. Entre una tienda de lencería y un anticuario. Una tienda de electrodomésticos. En el escaparate, delante de mis propias narices, estaba aquella televisión enorme, en color, con su respectivo aparato de video debajo. Me detuve frente a él, ignorando el bullicio que corría a mis espaldas, haciendo las últimas compras antes de Nochebuena. Así que eso era, ese aparato gris. Era pequeño y alargado, con infinidad de botones y una pantallita en negro, que reflejaba la hora en números rojos. Miré hacia los lados instintivamente. Nadie que yo conociese, ni mi madre, ni mi hermana tampoco, transitaban por aquella calle. Solamente mujeres bien arregladas, hombres elegantes y niños pijos. Tragué sonoramente saliva, mientras me metía rápidamente, me escondía, huía al interior de aquella tienda.

-¿Puedo ayudarte en algo?-me preguntó el vendedor en cuanto me vio entrar. Por lo que se veía, no tenía a mucha gente. Solamente un par de personas observando las cocinas, seguramente eran pareja.

Me acerqué tímidamente al mostrador, con las manos metidas en los bolsillos. Moví un poco la mano izquierda. Otra vez el tintineo de las monedas. Otra vez el salto en el corazón. Ahora palpitaba mucho más deprisa, debido al pánico por encontrarme en aquella tienda, completamente solo, mal arreglado, cabe destacar. Temí que no me atendiesen, que me tomasen por un ignorante o algo parecido, que me mandasen salir fuera de la tienda. Apoyé las manos en el mostrador. Notaba el corazón como si quisiese escaparme del cuerpo y chocar irremediablemente contra la caja registradora. Intenté buscar saliva que tragar, mas tenía la boca completamente reseca y rasposa. Entreabrí los labios para decidirme a formular mi petición.

-¿Podría usted explicarme p…para qué sirve un aparato de video?

Pronuncié las palabras tan atropelladamente, que el vendedor tuvo que hacer un sobreesfuerzo para entenderme.

-¿Un aparato de video, dices? Pues sirve para ver películas, hijo.

-Películas.-repetí, afianzando el concepto en mi cabeza.

-Exacto. Mira,-se giró levemente para coger de una estantería una caja de color negro, envuelta parcialmente por un plástico transparente.-se graban en cintas de VHS y se reproducen en el aparato de video.

Abrió entonces la caja, mostrándome una de las susodichas cintas. Era también de color negro, rectangular, semejante a las que se colocaban en los casetes para escuchar música, pero más grande. Rocé el espacio que albergaba aquellas tiras negras enrolladas, las cuales emanaban un extraño brillo, cual si fuesen de charol, con mis dedos.

-¿Tiene más cintas de VHC?-pregunté, sin apartar la vista de ella.

-VHS.-me corrigió, quizás algo molesto.-Y sí, sí que tengo, pero las vendo junto con los aparatos de video.

Desoí su advertencia en cuanto desvié la mirada hacia uno de aquellos aparatos. Encima de él, había una película, al igual que encima de los otros. Pero no era una película cualquiera. “La bella durmiente”, rezaba, y en su portada aparecía una mujer con una longuísima melena rubia, aferrada a un galán de cabello castaño, rozando sus labios con mucha delicadeza, en tanto que sostenía entre sus finas manos una rosa roja. Sobre su cabello reposaba una corona ligeramente pequeña, lo que me llevó a pensar que era una princesa. Princesa, me repetí mentalmente. Me acerqué a la cinta poco a poco, como si tuviese miedo de que escapase por la puerta al hacer un movimiento brusco. La cogí entre mis manos, alzándola un poco en el aire para poder contemplarla mejor. Una princesa.

-Oye, chaval, ¿no me estás escuchando o qué?

Volví a girarme hacia el mostrador rápidamente esta vez. Dejé encima de él la película, y comencé a sacar de mi bolsillo una a una las monedas que me acababan de dar como sueldo por mis actuaciones, provocando un sonoro retintín. Las acerqué hacia el vendedor, agrupándolas con mis dedos, murmurando con voz tímida:

-¿Así está bien?

Él alzó una ceja, no muy convencido con la baja cantidad de dinero que le ofrecía, solamente por una cinta de vídeo. Alcé la mirada, observándole con mis ojos verdes, esta vez suplicantes, atemorizados, mas decididos. Negó con la cabeza, riéndose con sorna.

-Sí hijo, sí, llévatela. ¿Te la envuelvo para regalo?-preguntó, rematando así la burla, a punto de romper a reír de nuevo.

-Sí. Envuélvesela para mi hermana pequeña.

Ignoro si fue aquella frase, pronunciada con todo el amor del mundo, o fue el simple hecho de que un chaval menor de edad, con aspecto enfermizo y mal vestido, gastase el poco dinero que tenía en comprarle un simple regalo de navidad a su hermana, lo que le hizo tragarse sus palabras y rodear la tapa de un papel de regalo color de rosa.
                                                           ***
Aquel año nos había esperado una gélida Nochebuena. Los copos de nieve, algunos tan grandes como mi dedo pulgar, golpeaban con fuerza nuestras frágiles ventanas. Como siempre en aquellas fechas, la entumecida y vieja calefacción se había averiado, y estar dentro de nuestra casa era lo más parecido a encerrarse en un mausoleo. Durante toda la cena, en la cual tomamos pollo al horno, si no recuerdo mal, Anja se pasó temblando, hasta el punto de que le cayeron un par de veces los cubiertos al suelo. Me desgarraba el alma verla de aquel modo, soportando las broncas de mi madre, por algo inevitable para la pobre cría. No me pude aguantar toda la cena así, y en medio de esta, me levanté bruscamente de la mesa, corriendo hacia mi habitación a coger el gran paquete de regalo marrón en el que estaba metida la manta de franela. Debajo de él, pude vislumbrar aquella caja rosa, que contenía la película para Anja. De nuevo, mi corazón pegó un pequeño salto, apresurándose a latir más fuerte. Volví a la mesa, con el paquete en brazos, bajo las estupefactas miradas de mi madre y de Anja.

-Creo que Papá Noel se ha adelantado un poco.-me excusé, dejando el paquete sobre las piernas de Anja.

Lo abrió con rapidez, visiblemente emocionada. Sospecho que sabía lo que era, por la forma del paquete. Sus ojos translucieron una felicidad enorme, al tiempo que extendía sus brazos hacia mí para poder rodear con ellos mi cuello y abrazarme con fuerza.

-Muchas gracias, Ville.

-De nada, princesa.

Me separé un poquito de ella muy a mi pesar, pudiendo agarrar la manta de color verde por los extremos. Vamos a ver, murmuré muy despacio, alargando la última palabra, mientras envolvía el cuerpo de mi hermana con ella, colocándola semejante a un rollito de canela. Lo único que sacó de la manta fueron las manos para poder comer, y una dulcísima sonrisa para dedicarme.

En cuanto terminamos la cena, mi madre nos dio nuestros regalos: Una bufanda para Anja, una libreta para mí y un aparato de vídeo para ella misma. Esta vez no refunfuñé. Unos incesantes y fuertes golpecitos en mis costillas me susurraban el pequeño secreto que todavía mantenía guardado. Guardé la libreta en mi habitación y me apresuré en esconder la cinta dentro de mi chaqueta, a ras del pecho, para intentar escondérsela hasta el último momento. Me dirigí a la cocina, que era donde seguían mi madre y ella, una lavando los platos y la otra jugando con una muñeca. No se separaba de la manta de franela, a cada minuto que pasaba se aferraba a ella con más ahínco; aquella imagen me había dado muchísima pena, y me la sigue dando hoy en día. Me acerqué despacito a ella, colocándome a su lado, provocando que se girase hacia mí, dejando sus piernas cubiertas por unas medias verdes a merced del aire.

-Te tengo una última sorpresa, princesa.-le revelé, aún en tono misterioso y confidencial.

El rostro de Anja dibujó una sonrisa ilusionada, abriendo los ojos exageradamente, y me escudriñó de arriba abajo. Vio que tenía una mano metida dentro de la chaqueta, y que un objeto extraño me abultaba cerca del corazón. Su mirada de tornó aviesa esta vez, mientras alargaba las manos hacia la cremallera entreabierta. Me eché un poco hacia atrás, negando varias veces.

-No, no, no. Primero tienes que adivinar qué es.

Se colocó de rodillas encima de la silla, irradiando una gran curiosidad por saber cuál era su próximo regalo. Colocó una mano sobre mi pecho y lo palpó, sin dejar de agarrar la manta. Al tocar las esquinas puntiagudas de la caja, frunció el ceño; quizás había descartado ya alguna conjetura. Se acercó un poco más y apoyó su oído sobre la cinta. No sé qué esperaba escuchar, por lo que no pude evitar reírme levemente. Me extrañaría que no oyese, aunque fuese a lo lejos, aquellos furiosos latidos que golpeaban cada vez más rápido la película. Soltó un leve bufido, volviendo de nuevo a enderezarse. Tamborileó con los dedos sobre la caja, intentando indagar si había o no algo dentro. Su sonido, como metálico, la hacía dudar todavía más. Alzó la mirada hacia mí, a punto de llorar de desesperación.

-Jobá, Ville, no sé qué es. Dímelo, porfi.

Solté una carcajada; sabía que no adivinaría nunca lo que escondía tras mi chaqueta. Está bien, cedí, abriendo la cremallera con la otra mano, extrayendo el paquete rosa, ahora caliente por la exposición a mi cuerpo. Se lo entregué, ante su mirada de expectación. La larga espera y todas las tesis descartadas sobre la identidad del regalo, la hizo romper el envoltorio rápidamente, reduciéndolo a pedacitos que cayeron sobre el suelo. Una interrogante expresión se esbozó en su rostro al ver la película. Me incliné hacia ella para poder explicarle.

-Es una cinta de vídeo.-mi madre se dio la vuelta súbitamente para mirarnos.-Es un cuento de dibujos animados.

Entonces abrió la boca profundamente sorprendida. Sin soltar la película siquiera, se echó en mis brazos de un salto, haciendo que tuviese que agarrarla por los muslos para evitar que se hiciese daño. Me besó reiteradas veces la mejilla, sin darle apenas tiempo para poder respirar, al tiempo que me daba una y otra vez las gracias. Con una de mis manos la acerqué a mi cuerpo, haciendo que pudiese apoyar la cabeza en el hombro y calmarse un poco de la euforia inicial. Apretó un poco más el abrazo, mimosa, mientras yo aguantaba su manta con la barbilla.

-Oye, princesa, ¿qué te parece si vamos a ver la película tú y yo juntos?

-¡Sí!-afirmó rotundamente, volviendo a echarse a mi cuerpo. Por un instante olvidó el frío, olvidó completamente el desprecio que nos había hecho nuestra madre, al haber recibido uno de los poquísimos regalos que pudimos darle en toda su vida: una película de princesas.

Es inevitable que cuando llegan estas fechas me vuelva la misma historia a la mente, aquella navidad cuando yo tenía diecisiete años. Que no vuelva a rememorar aquella sonrisa dulce y aniñada, que susurraba en voz muy bajita: “Gracias, hermanito”. 


[Photo taken in Weheartit]

1 comentario:

  1. Me enterneció este recuerdo tuyo,amor mío. Me conmoviste hasta las lágrimas por aquella noble actitud que tuviste con tu hermanita. Eres un verdadero tesorito, Ville.¿Lo sabías?
    Te amo.

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