martes, 19 de abril de 2011

Springtime 2003, Helsinki Finland: Music doesn’t wait.

Música de violín. Una mujer me espera mirando por la ventana. Espera a que me levante de la cama y la abrace. Olor a resina, perfume y flujo. Humo de cigarro. Huele mejor cuando sale de sus labios, impregnado de carmín. Los dedos bajo sus pechos, perfilándolos. Gotas de sudor perlado caen como agua. Su corazón marca el ritmo, el mío lo persigue. Se aparta la melena con las manos. Mi loba. Ansío un beso suyo. Música de violín… Y me despierto.

Una noche más solo en la cama, impregnado de soledad y sudor frío. Hacía tiempo que no dejaba de soñar con ella, cada vez se hacían más diáfanas las imágenes. Más se difuminaba la música, que parecía estar suspendida en el aire, sonando de fondo, frenética como una fuga de Bach, y más se remarcaba su azul, tan profundo como sus ojos, esplendor cerúleo de rebeldía incontrolada, de sensualidad innata, congénito resplandor lúbrico, como las luces de un neón. Más claros notaba sus labios sobre mi piel, dejando un rastro de maquillaje ensangrentado, más dulce el roce de sus largas pestañas, marmórea y mate su piel blanca, gélida al tocarla, ardiente con la mera fricción. Sus pechos, pequeños, mas enhiestos y erguidos, sus pezones erectos, su aureola grande, tersa y rosada. Su sexo chorreante, incandescente, provisto de vello trigueño, que emanaba un sutil olor a mujer. Como la noche que nos conocimos, aquel invierno frío, aquella imagen de ella no se me iría nunca de la cabeza, igual que todos los encontronazos que habíamos tenido hasta entonces, y seguía sin saber quién realmente era. Christine, tan sólo tenía aquel nombre…y su voz, su manera de pronunciar mi nombre, con un tono grave, sensual, como si lo masticase, lo saborease, degustase las letras. Virtanen, decía, y posteriormente sonreía triunfal, mostrándome sus colmillos prominentes, mas romos en la punta. Me levanté bruscamente de la cama, secándome el sudor de la frente con la mano. Debía, tenía, necesitaba verla.

“Hoy en concierto Christine”. Me mantuve observando el cartel que estaba fuera del bar en el que nos habíamos conocido, donde frecuentaba cuando me daban el día libre en el que yo trabajaba. Aquel garito bohemio y a la vez tan destartalado, antiguo, deprimente; no era lugar para que una señorita como ella tocase. Se merecería focos, destellos, apuntándola a ella, solamente a ella, una orquesta para acompañar su melodía a su entera disposición, se merecía un público que la aplaudiese, que se dejase las palmas… En ese momento, escuché una voz que me liberó de mi ensueño. En el interior del bar, era ella, pensé, era ella, me grité interiormente, sacando las manos de la gabardina para abrir la puerta disimuladamente, mas con ansiedad. Y allí estaba.


Primero solo era un vago conjunto de sombras y luces, mas a medida que me acercaba, llegaba a distinguirla con mayor precisión. Unas curvas embutidas en un corsé inmaculado, con una falda longuísima acromática. Parecía una paloma blanca en el escenario, una paloma chorreante de la sangre que profería su cabello bermejo, de cuyos labios se escapaba una hermosa voz de contralto, que hacía vibrar el ambiente de una manera dulce y armónica, acercando el micrófono a la boca, inclinándose sobre él muy ligeramente, sin perder el porte erguido para acompañarse de su violín. Aquel instrumento que, como la flauta del músico de Hamelín, atraía a todo ser que tuviese la capacidad de escuchar. Nadie era digno de tanta belleza. Sónica, visual; de nuevo me topaba con aquellos ojos, mas tenían la mirada perdida. Me senté en una de las mesas del medio del bar, escoltado por el resto de oyentes, apoyando ambos codos en ella, entrecruzando las manos frente a mis labios, agudizando como nunca el oído. Nunca dejaría de  sorprenderme aquel sonido de violín, tan semejante a un chillido de dolor, a un grito de rabia, calmado por el canto de sirena de su ama. Se acercaba el final de la animada pieza, expectante el público, entusiasmado ante la habilidad de Christine, que cerraba intermitentemente los ojos, sin dejar ni por un solo instante de cantar, apretando los párpados contra las mejillas fuertemente, haciéndolos temblar. Movía sus hombros suavemente hacia atrás, pugnando por acomodarse, contrayendo su espalda. Sus labios articularon las últimas frases, en un tono sereno, seguro, mas sin abrir los ojos, no podía abrir los ojos. Respiró pesadamente contra el micrófono. If you sing loud and clear, someone passing by will suddenly hear you, no, you can’t be afraid… Y entonces entró el solo de violín, magistral, como ella solía. Deslizando el arco, acariciando las cuerdas. Pulsándolas. Excitándolas. El punto culminante, la llave de oro, debía hacerlo perfecto, ceñirlo a la actuación. Observé sus dedos; uno de ellos había trinado antes de lo debido, haciéndola desafinar. No, Christine y su perfecta performance no podrían permitirse un fallo así, no. Los dedos comenzaron a dejar de presionar el arco, mas debían seguir tocando. No, debían rematar, no podían dejar la canción a medias. Un par de ágiles trinos más, agonizantes, débiles, con la punta de las cerdas, hasta la última nota...

Todo sucedió a una velocidad de vértigo, en un suspiro que se escapó de sus labios rojizos, el arco se le resbaló como pez entre las manos y se desplomó de bruces en el escenario, sosteniendo con el índice y el corazón el mango del violín. Los presentes comenzaron a chillar, permaneciendo entumecidos en sus asientos. Supe reaccionar rápidamente, echando la silla hacia atrás al tiempo que me levantaba, emanando un grito que llevaba el nombre de Christine por bandera, viendo horrorizado cómo uno de los camareros le recogía el instrumento, arrebatándoselo de las manos, mientras otro la tomaba en brazos, prácticamente inerte, inconsciente, con los labios entreabiertos para respirar, y el jefe del bar les gritaba el lugar a donde debían llevarla. A la bodega, le escuché, y me apresuré en seguirles. Esquivando a todos aquellos que se interponían en mi camino, ansiosos, con mitómana voracidad, ansiando saber qué le estaba pasando, igual que yo.
Abrí despacio la puerta de la bodega, observando un tanto temeroso el interior antes de atreverme a entrar. Quizás no era asunto mío, mas ella…No podía dejar que le pasase nada malo. La acostaron en una silla de escritorio vieja, con el respaldo un tanto curvado hacia atrás, haciendo que ella misma estirase la espalda emitiendo un leve gruñido de dolor. Al ver que no había perdido del todo la consciencia, los tres trabajadores del bar comenzaron a cuestionarle si se encontraba bien, si necesitaba algo, haciendo que por fin pudiese escuchar su voz, diligente como siempre mas un tanto quebrada:

-Que sí, joder, que estoy bien. No me montéis dramas, que parecéis viudas lloronas. Sólo necesito un cigarro y una copa de bourbon y estaré perfecta.

-Christine, sabes que aquí no se puede fumar.-le reprendió el jefe, como siempre, colocando los puños en su cintura anchísima.- ¿Qué quieres? ¿Qué venga la policía y me multe?

-Ya, claro, va a venir la policía a la bodega de tu bar a mirar si hay alguien fumando. Holoppainen, por favor, la pasma tiene cosas mejores que hacer que venir a este antro.

Como siempre, las palabras de Christine hacían callar a más de uno, hasta a su propio jefe. Mientras los camareros se iban a prepararle el trago que había pedido, me acerqué a ella sin que se diese cuenta, colocándole uno de mis cigarrillos sobre sus gruesos labios ante su mirada de asombro, encendiéndoselo posteriormente con mi mechero metalizado, prendiendo una llama que ardía entre ella y yo, pareciendo avivar también la luz de sus ojos azules, que se deslizaron hacia los míos lentamente, esbozando una sonrisa al poder verme, exclamando con la voz rota y susurrante un dulce “Ville”, inclinándose levemente hacia mí. Siseé suavemente entre mis dientes, colocando los dedos sobre su pecho para volver a recostarla. Al darse cuenta de su tierna reacción añadió, con la arrogancia y la picardía que la caracterizaban:

-Sabía que vendrías, lo sabía. Sabía que vendrías a verme.

-¿Qué te ha pasado, Christine?-me apresuré en cuestionarle, desoyendo sus palabras, en un tono un tanto ansioso.- ¿Te has mareado?

-Algo así.-respondió en un murmullo, dándole una calada al cigarro mientras volvía a acomodar la espalda en la silla, retornando a gruñir dolorosamente.

-Me temía que pasase esto.-musité para mí mismo, mas lo suficientemente cerca para que ella me oyese.

-¿A qué te refieres, Virtanen?

-Cuando tocabas…En los últimos compases se te escapó una nota, y aflojaste el arco al final, supe que no te encontrabas bien.

-¿Se notó?-preguntó, ansiosa, haciendo un amago de nerviosismo. Negué con la cabeza levemente.

-Creo que nadie más que yo se dio cuenta. Haces igual que yo, todo lo que sentimos se nos refleja en la música.

Asintió, tensa, dejando escapar un par de gotas de sudor por su frente pálida y frágil. No podía soportar que yo pudiese saber tanto de ella como ella sabía de mí, que pudiese indagar en aquello que ni siquiera su propio jefe conocía. Intentando distraer mi atención, entre caladas, lanzó un grito al aire:

-¡A ver, señoritas! ¿Dónde cojones está mi bourbon?

Me incliné hacia ella suavemente, acariciándole el flequillo pelirrojo para echárselo hacia atrás, impregnando la palma de mi mano de su sudor perlado.

-Christine, ¿por qué no dijiste que estabas mal?

-No podía, Ville, no podía, tenía que terminarla.-clamó, erguiendo su cuerpo vehemente, observándome con una jadeante tensión.

-Sé cómo te sientes.-susurré, tomándola por los hombros esta vez para acostarla. Ella ladeó la cabeza para fijar su vista en las cajas de licor, mientras musitaba angustiosamente:

-No, no lo sabes. No tienes ni idea.

En ese momento irrumpió en la estancia los camareros, portando uno de ellos el vaso brillante lleno de aquel licor ámbar. La avidez hizo que Christine interrumpiese nuestra charla, extendiendo el brazo para que se lo entregase, asiéndolo entre sus dedos marmóreos y largos. Se apresuró en acercarlo a sus labios, impregnando el filo del vaso de su carmín rojizo, al son de las ansiosas preguntas de los camareros, los cuales parecían haberse puesto de acuerdo, por lo que, haciendo de portavoz, uno le cuestionaba:

-¿Quieres que llamemos a un médico?

Christine separó sus labios de la bebida, dejando un leve rastro de dulce saliva, para negar varias veces chasqueando la lengua.

-No necesito ningún médico, estoy bien.

-¿Pero, y si ha sido una bajada de tensión?-argumentó el otro, aferrándose a un trapo que había traído.

-No ha sido una bajada de tensión, sé perfectamente lo que ha sido.

-¿Entonces qué fue?-fui yo esta vez el que contraataqué, apoyando las manos en uno de los reposabrazos de la silla.

Sus ojos intercambiaron con los míos una fugaz mirada, apresurándose a clavar la vista en la pared, mientras volvía de nuevo a beber otro trago levemente, colocando posteriormente el vaso entre sus piernas para pinzar el filtro del cigarro, pudiendo así darle una calada profunda, contrayendo al inspirar sus mejillas. Sus labios soltaron el cigarro suavemente, mientras dirigía la mirada esta vez en los camareros, conminándoles con un tono de voz adusto y dominante:

-Largo de aquí, nenazas.-y soltar el humo en un suspiro tras haberlo dicho.

Tal y como les había ordenado, ambos trabajadores salieron de la bodega, dejándonos solos a Christine, al tabaco, al alcohol y a mí. Una de sus manos se deslizaron por su escote, subiendo paulatinamente para rozar el lateral de su cuello de cisne, hasta rozar las cervicales con la punta misma de los dedos, con sus largas uñas negras, entrecerrando los ojos dulcemente por el dolor. Respiró profundamente con el ceño fruncido, procurando mantener la ataraxia de la que había hecho gala, volviendo a abrir los ojos.

-Acércate, Virtanen.-murmuró, girando esta vez la cabeza ligeramente hacia mí.

Obedecí, inclinándome suavemente hacia ella, mas se apresuró a aferrar mi gabardina, aproximándola a sí, hasta casi tumbarme sobre su cuerpo. Abracé el respaldo para no sucumbir a la ley de la gravedad, y entonces la sentí. Su cabeza ligeramente ladeada, hundida  contra mi pecho, apoyando sobre él el oído y todo un hemisferio de su hermoso rostro, que parecía estar tallado en porcelana. Pude escuchar su respiración dificultosa, muy honda y profunda, amordazada  contra mi ropa, de la cual se iba librando con las manos. Bajando la cremallera de la gabardina, desabrochando pos botones de la americana, y los pequeños de la camisa posteriormente. Uno a uno, muy suavemente, hasta abrirse un hueco diminuto para poder introducir dos de sus longuísimos y huesudos dedos en contacto con mi piel, acariciando la aureola de mi  pezón derecho. “Christine…” intenté decirle, frenarla, o quizás conminarle que siguiera, mas me quedé completamente en silencio, gozando de aquel azul de neón que desprendían sus roces intrusivos. Fue su voz la que irrumpió en la estancia; grave, pausada, femenina, vibrante:

-Tenías razón, todo se nos refleja en la música.-tomó aire fuertemente, entreabriendo los labios, apoyando la mano que portaba el cigarrillo sobre mi espalda.-Pero todo en ti es música. Todo.-apostilló.

Entonces unos aplausos, acompañados de unos comentarios de público ansioso, interrumpieron la situación. Christine extrajo su mano del interior de mi camisa, apoyándola sobre mi pecho para apartarme, exclamando:

-Bueno, ya me encuentro mejor. Vamos allá.-cuando me hube alejado, tomó el vaso de entre sus piernas y le dio un último trago, erguiéndose lentamente en el acto, temerosa de volver a sentir dolor. Se sentó en la silla, dejando en el suelo el vaso en el acto.

-No te vas a ningún sitio.-le reprendí, agarrándola por un pulso, haciendo que se girase hacia mí furiosa.

-No sé a ti, pero a mí la música no me va a esperar.-escupió las palabras, al tiempo que apuraba el cigarrillo para finalmente tirarlo en el suelo y pisarlo con uno de sus altos tacones blancos mientras se erguía.

Consiguió zafarse de la prisión de mi mano, agarrándose la falda para comenzar a correr apresuradamente hacia la salida de la bodega.  ¡Christine! Exclamé, iba a volver a perderla. Quería volver a tenerla entre mis sábanas, y más que nunca entonces. Estrecharla tan frágil contra mi cuerpo y no dejar que se fuese, mas como si fuese humo, como una etérea presencia, evanescentemente se me escapó de nuevo, como siempre hacía, dándome la espalda. Y yo no pude reaccionar de otro modo que dejándola ir. ¿Oís los vítores? La música la reclamaba.


Salí de la bodega lentamente, mientras escuchaba un frenético teclado dándole la entrada para que ella comenzase a cantar con aquella dulce, velada y sosegada voz femenina y sensual, acercando mucho el micrófono a sus labios, rozándolo con ellos con extrema cautela, mientras pronunciaba aquello de “God help me, would you shine in my direction and help me?”. Podría ser una petición, un mandato, ¿qué le pasaba? No se me quitaba la cabeza cuando la mirada apoyado en el marco de la puerta de la bodega, su imagen cayendo tal si fuese un grácil pañuelo blanco arrojado al suelo, exhalando un pesado aliento antes de que sus piernas dejasen de ejercer control. Ella lo sabía, sabía lo que le pasaba desde la primera nota, lo hizo notar cuando habló conmigo, se temía que se viese ensombrecida su actuación impecable por un resbalón de su salud. No, no pude seguir mirando, no pude seguir viéndola luchar contra su propio cuerpo por satisfacer a un público inculto, por besar en los labios a la música intentando buscar en su cuerpo conformado por negras, silencios y compases ternarios una inspiración que abasteciese sus pulmones y la alejase de las lágrimas. Abrí la puerta del bar destrozado, impotente, sin saber qué hacer para aliviarle el dolor, escuchando esta vez de sus bermejeados labios una súplica hacia mí…

Don’t make me choose. I have so much to fucking loose. 

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