miércoles, 25 de mayo de 2011

Reminiscence


Una ráfaga de viento hizo que las hojas de los árboles peligrasen para caer grácilmente de las ramas en las que estaban prendidas, y danzar a escasos centímetros del suelo. Me encontraba fumando un cigarrillo en el parque, relajado, sentado en un banco del que tenía el inmenso placer de que fuese todo para mí. Unos cuantos niños, despreocupadamente, dibujaban con tizas de colores en el suelo casitas, corazones, arcoiris, y demás elementos de su mundo de fantasía.
El tacto de una hoja marchita furtivo sobre mi mejilla, traído por el viento cortante. La acaricia, los poros se activan. Y un dulce compás comienza a desarrollarse. Primero sólo son unas pocas notas, que mi mente comienza a moldear, a repetir, a compaginar, a darles forma. las cambia de tonalidad, las eleva, las baja, juega con ellas. Y en medio del parque cojo una tiza prestada a unos niños y me pongo a escribir sobre el asfalto.
Poco a poco viene a mi cabeza aquel otoño en la Toscana, con Christine, mi hoja inerte alguna vez tan llena de vida. En aquel pueblo de Sarteano, donde había querido perderse antes de partir a Florencia. Junto al manto de estrellas, la oscuridad de la noche, el matiz dorado del follaje. Las notas se desataban como locas. Aquella locura desenfrenada, aquel caos dentro de nuestros cuerpos, y aquella alegría desbordante, aquella sensación de libertad, de no depender de nada ni de nadie, aquel libre albedrío del que por un momento gozamos. Bajo la noche en la Toscana.
La acera comienza a llenarse de notas musicales, de punta a punta del paseo. Los transeúntes observan asombrados, algunos incluso sacan fotografías para inmortalizar el momento. Claman, espectantes, , observan cuál será el próximo giro delirante de la composición, la cual se me escapa de la mente. Las gotas de sudor diluyen milésimas de centímetro de los pentagramas amarillos, y sigue fluyendo la canción con normalidad.
Otoño, otoño, en aquella fecha también había sufrido una de las etapas más difíciles de mi vida. Una de mis musas, un chaval, me había dejado y, estando en el hospital encamado, me había dejado claro su desprecio. La melodía se ralentiza, la vergüenza, el arrepentimiento, la rabia se regenera, produce unas longuísimas filas de negras, ejecutadas por un violín en mi cabeza, que suenan como a reprimenda. Y posteriormente, un piano sutil y tímido, aviva con su aliento musical de compases de cuatro por cuatro la llama de una vida que late sin sentido alguno.
Y de nuevo el eterno retorno, hasta que la acera se queda corta, y mi cabeza se mantiene
En silencio.

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