domingo, 7 de agosto de 2011

Winter 2005; Helsinki, Finland: You have to run out from here

Los días se hacían largos para ella, interminables para mí. Entre aquellas cuatro paredes, la recuerdo como una paloma sangrando aprisionada en su jaula, sin posibilidad alguna de salir, sin ninguna pequeña rendija por la que pudiese tomar carrerilla y volar lejos, sobre el vasto cielo que cubría Helsinki. Eso era lo que ella necesitaba. Darles por el culo a médicos, enfermeros y auxiliares, a los electrodos conectados a su pecho pequeño y marmóreo, a la mascarilla engarzada en su nariz de pico de águila, a todos los aparatos extraños con los que le cortaban la piel, la cosían, escuchaban la música de su interior, entrada en distonía, que alguna vez fue foco armónico. Si hasta parece fácil, me decía ella, hablando consigo misma, susurrando, mostrándome las hondas cicatrices de su espalda, una más torcida, otra más recta. Es solamente una toma de impulso la que hace falta para apoyar los talones sobre la cornisa de la ventana. Y se le llenaban los ojos de lágrimas cuajadas, que no llegaban nunca a diluirse, endulzarse, y derramarse. Levantada de la cama, arrastraba el gotero y apoyaba ambas palmas de las manos en el alféizar. Aunque estemos en un noveno piso, desde aquí, no parece tan alto. En ese momento, mis trémulos brazos la envolvían, acariciando suavemente aquella región bajo ambos pechos, con unos trazos delicados, redondeados. Antes de que sus deseos suicidas se llevasen a cabo, tendría un melódico “minä rakastan sinua” acariciando sus tímpanos.

Podría estar horas y horas a su lado. Se había acostumbrado a verme llorar, por lo que para ella era un espectáculo tan tremendamente común, que no se esforzaba en decirme nada. Ni yo me esforzaba en reprimir las lágrimas. Recuerdo que cuando me veía llorar, extendía desde la cama su mano, atrapando con su cerúlea mirada cada lágrima, con una gran agilidad visual. Yo imitaba su gesto, y hacíamos que las yemas se tocasen unas con las otras. Ella sentía el latir de mis capilares, y yo el de los suyos. Ella me producía dulces melodías; yo a ella, tranquilidad. A veces, simplemente nos mirábamos furtivamente. Despojada de todo maquillaje, con ojeras acunando sus dos orbes azules como el mar, emanaba una belleza digna de la Ofelia de Waterhouse. Sus labios gruesos estaban mucho más blanquecinos de lo habitual, como si la sangre ya no empapase su carnosa y jugosa estructura. Su piel era de un tono mucho más pálido, adquiriendo un brillo mate bajo la luz enferma de la habitación. Lo que se mantenía intacto era su cabello rojo, suspendido entre la almohada y el propio aire.

Intermitentemente, nos besábamos. Cuando alguno de los dos tenía necesidad del aire ajeno. Ella inclinaba suavemente su cuello, y entre ahogados gruñidos de dolor, volvía a acostarse. Si era yo el que lo deseaba, solo tenía que acercarme todo lo que pudiera. Que ella no tuviese que mover un solo músculo, una sola fibra. Acariciaba su mejilla, como un preliminar. Ambas pieles sufrían un paralelismo de temperaturas. Lo mío ya era innato; lo de ella, no quiero ni pensarlo. Apoyaba mis labios sobre los suyos, buscando un mullido descanso. Notaba dentro de mi boca, quizás bajo mi nariz, una respiración mucho más pausada, no calmada, sino agotada. La tomaba entre mis brazos dulcemente, dejando resbalar mi cabeza caprichosamente por su hombro, clavículas, hasta llegar al torso. Ellos no saben nada, no tienen ni idea, susurraba, besando su piel sobre el camisón, pinzando la tela entre los labios. No dejaban de decirle que debido a su problema había perdido progresivamente capacidad respiratoria, y que los latidos de su corazón eran demasiado inestables para darle de alta. Parecía que su columna, que debería sustentarla del macabro peso de la gravedad, se tornaba un puñal contra ella. Hincaba sus dedos en su cabello, y dulcemente buscaba reposo sobre su pecho, sin dejar de murmurar, cual letanía, que no tenían ni idea, repleto de rabia. Pero en cuanto el sonido de su corazón acudía a mis oídos deslizándose grácilmente, enmudecía un instante. Era cierto, eran inestables. No, inestables no, ni irregulares. Tenían unas variaciones de ritmo e intensidad que no eran normales, no, no eran normales. Si es allegro, es allegro, no podía trocar a un vivace de una sola convulsión. Y volvían a caerme las lágrimas, irguiendo mi cabeza para besar sus labios. Ella sabía igual que yo que le mentiría. No tienen ni idea, Christine, no saben nada.

Ignoro qué demonios le hicieron en su columna, cuánto daño le había hecho esta previamente a ella, pero intentaba levantarse, y con suerte no sería presa de un ataque de debilidad, o de un desgarro tan grande en su herida que provocaba que chillara fuertemente. Le ayudaba a acostarse, aunque ella me lo negara, y me apartara a bofetadas. La cogía de la mano, sintiendo una angustia en medio del pecho que semejaba que me quedaría sin sentido, en ocasiones mismo sentía que las manos se me agarrotaban. Ella apretaba, apretaba fuerte, susurrando ahogadamente que le pasaba a menudo, y solía llegar a buen puerto los dolores colocándose en la postura adecuada y respirando a un ritmo determinado. Pero otras veces me pedía entre gemidos un médico, para que le trajese un maldito calmante de una puta vez. Una vez me aproximé a ella, y en el mismo instante en el que entraba la enfermera con la jeringuilla en las manos, le susurré:

-No es la espalda la que te está enfermando. Es este lugar. Pero saldremos de aquí.

Y ella me observó, con los labios separados, y los ojos tremendamente abiertos, mientras hundían la aguja en una de sus venas.

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