lunes, 11 de julio de 2011

Al otro lado de la navaja

El final se vislumbraba al otro lado del estrecho borde cenizo de fulgurantes estelas más largas que la propia luz. Aquella fantasmal presencia de opresión, y sangre, y dolor se desvanecía, y a la vez me recordaba que siempre iba a estar ahí. Corte tras corte se despedazaba aquel tránsito de mi vida, aquel breve e intenso fragmento que colisionaba con mis lágrimas y quebraba todo lo que podía llegar a ser en mil pedazos. Corte tras corte sentía que se iba algo de mí, que me iba a hacer bien, y a la vez que me escocía como alcohol de quemar en una herida que no cura. Corte tras corte.  

No era la primera vez que me sorprendía a mí mismo volviendo atrás en el tiempo. Acostumbraba a aparecer entre mis sábanas cuando estaba solo, no en aquellos momentos gloriosos o exasperantes en los que estaba envuelto por los brazos de algún ser. Con el crepitar de un fuego extenso que envolvía mi mente en llamas, cegando toda conexión con el presente, volvía a ser débil y sumiso. Retornaba a un estado de pequeñez tan absoluta que podía ser aplastado por la punta de su zapato, y eso sería indoloro, pero no. Mis párpados pugnaban por abrirse a pesar de la ley gravitatoria, que estaba de su contra, y en contra de las lágrimas que coagulaban en mis córneas impidiéndome fijar el campo de mi visión. Ole hyvä” articulaban mis labios entumecidos, gélidos como al nacer en un gemido, solamente ocupados en entreabrirse para poder aprehender, atraer hacia el fondo de mi garganta una ráfaga de aire que pudiese introducirse comprimido en mis pulmones de papel de liar, y salir entrecortado, haciendo que comenzasen a sacudirse, y con ellos todo lo que mis costillas acristaladas eran capaces de contener. Un fortísimo golpe en el epicentro del dolor más inhumano imaginable, peor que desde la cutícula de la uña ir arrancando toda la piel, se descarnaba un trémulo temblor por toda mi carne, como si fuese un oleaje bravío, que arrasase peor que cualquier incendio con toda la vida que pudiese haber dentro de mí.  “En ole elossa. En ole elossa. Sydämeni lyö, mutta en ole elossa”. Y como un desvelo mis párpados se abrían. Con suerte, estaría solo, en algún hotel Dios sabe dónde, libre para calmarme. Más desafortunadamente, estaría en la habitación de casa de mi madre, con Anja, que me habría movido de un lado hacia otro hasta que mi cuerpo, ovillado sobre sí mismo, se dilatase, y dijera, respondiendo con ello a todas sus cuestiones, “princesa, estoy bien, vuelve a la cama”. Aquello que quería oír.

Siempre es una opresión. Tan fuerte que mismo parece resquebrajarme por dentro. Las costillas se tornan de manteca. Mi corazón no es más que una cámara de aire, cual globo, que estalla en sangre. Pero lo siento sobre la tráquea con más intensidad. Cubierta por piel fina que apenas protege el preciado canal. Y lo siento, y recuerdo, y noto el tacto de aquellos dedos pulgares. Más grandes que mi nuez de adulto, casi la mitad de mi cuello de crío. Una ligera presión, el ceño fruncido, y encajaba irado su huella dactilar impresa en mi piel. Clavo la mirada en el techo, y me parece verle ahí, sobre mí, acechando, como el manto de una sombra oscura que impide que vea lo que hay a mi alrededor. Inmoviliza mis articulaciones de miedo. “Jätä minut rauhaan. Ole hyvä, jätä minut rauhaan” y esta vez no chillo las palabras, sino que las susurro, en un hilo de voz tremendamente débil, sin apenas poder mover los labios, con la vista clavada en aquella sombra espectral e ilusoria. “Olet häviäjä!” envuelven el ambiente las vibraciones de un timbre de voz estentóreo como un ronco trueno, desgarrando como filo de un cuchillo, imprimiendo sobre mi piel su chirriante música metálica, mis lacrimales, presionándolos para que comiencen a chorrear lágrimas por todo mi rostro, haciéndolas fluir como riachuelos de sangre. Entreabro los labios. No soy capaz de respirar. “Kusipää, itke kuin nainen”. A medida que las palabras van ganando volumen, van reforzando su ira, se corta el flujo del aire, reduciendo el ancho del conducto que lo hace entrar en mis pulmones, oprimiendo la nuez, queriendo hacerla en cualquier momento quebrar. El concierto va a empezar. Me inquieto. Quiero liberarme de él. De la opresión. Volver a respirar. “Ole hyvä” repito sin poder frenar las lágrimas. Cada sollozo restringe más la duración de mis inspiraciones. Pero no puedo calmarme. No puedo. Está tan cerca. Escucho hasta el crujir de sus malditos dientes. Intento alzar la mano. Soy incapaz. La debilidad se apodera completamente de mí. Hasta que lo único que soy consciente de escuchar es el incesante bombear de mi sangre, impreso en mis sienes, deslizándose hasta mis oídos. No como un latido seco y contundente, sino casi como el vaivén del agua. Vas a conseguirlo, pienso para mis adentros. Vas a conseguir acabar con mi maldita vida. Y de repente, la presencia se disipa, la opresión se convierte en un resentimiento, recupero la respiración, mi corazón adopta un ritmo normal, en el mismísimo instante en el que mi manager entra en mi camerino y me dice que el público me espera.

En aquella casa me era imposible sentirme del todo a gusto. Su aura todavía flotaba por ella, de una forma tan sutil como fluye por el ambiente el aire. Cada vez que le doy las buenas noches a Anja, me inclino sobre ella y apoyo mis labios en su frente. Y en ese preciso momento alzo la mirada en un golpe de vista. Todavía mi corazón trémulo, como el de un corderito a punto de sacrificar, teme que él esté allí, y vaya a hacerle daño. Y no puedo permitirlo, no quiero que siga sintiéndole tan cerca de mí como mi propia piel, no quiero…

-¡Mamá! ¡Ven a la habitación!

Mi navaja se desliza como una bailarina de hierro graciosa, cortando con la punta de su pie puntiaguda todo resquicio de dolor que hay dentro de mí. Me tiemblan las manos, los pulsos parecen no responderme, mas hago un esfuerzo porque continúen cortando. Debo eliminar su presencia, cualquier recuerdo, debo destruirlos. Olet kuollut. Olet kuollut. Olet kuollut. Es lo único que me repito a regañadientes, con un tono de voz tan feble que mismo parece el murmullo de un grifo dejando correr el agua. Esas palabras me tranquilizan, me calman. Inspiro. Olet kuollut, olet kuollut, olet kuollut. Espiro. Y entre las lágrimas que colisionan como meteoritos cruzando el cielo que se estrellan contra pesados de papel cortado, el cuchillo continúa su labor, y mis labios crepitan.

-Ville.

Giro la cabeza. Anja apoya su mano en mi hombro. Parece preocupada, ¿qué le pasa? Entonces por fin vuelve a mí la consciencia, se rompe el enfermizo hechizo que había cernido sobre mí aquel horrible recuerdo. Me sitúo en el tiempo. 22 de enero. Aniversario de la muerte de mi padre. Entre mis manos, mi navaja, y decenas de fotografías mutiladas. Mi madre lloraba en el marco de la puerta, asustada. Mi hermana, en cambio, estaba inquieta, pero sabía lo que me pasaba, se imaginaba todo el dolor que tenía dentro, mas en su inocencia, solamente me preguntaba “¿qué te pasa?”Acerqué una de mis manos a su nuca, la presioné para que se arrodillase frente a mí, y la envolví en mis brazos. Ya no sentía aquella presencia, había desaparecido, ya no parecía querer amargarme más la existencia. Le brindé infinitos besos trémulos sobre las sienes, todavía lloraba, los latidos parecían querer calmarse. No pasó nada, princesa, estoy mejor. Mucho mejor.

Las heridas que aquel cabrón había dejado dentro de mi mente no iban a sanarme nunca.


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