viernes, 1 de julio de 2011

Miedo

Una palabra. Cinco letras. Cinco cuchillos que se me reparten por todo el cuerpo, que se me clavan con mitómana fiereza. Un desgarro seco y yerto que parece exorcizar mi alma del propio cuerpo que la salvaguarda. Un dolor tan profundo que me crece y me mata por dentro. Si la escucho de esos labios.
Esa palabra.
Para mí.
Es peor.
Que el veneno

Una se me clava en la mismísima boca del estómago, me lo cierra como una mano adusta y fuerte que me retuerce el esófago hasta que me es imposible tragar un solo bocado. Pero tengo que hacerlo, porque quiero que sea ella la que lo haga. La miro, y se mantiene a mi lado estática. Antaño se colocaba enfrente de mí. Y hablábamos. Ahora su voz se ha extinguido, es una vela apagada, que solo desprende el humo débil y quebrado de la llama que algún día estuvo encendida. Sabe que el más minúsculo fragmento de comida que entre por su boca será inmediatamente regurgitado. Por eso me mira. Y en sus ojos hay una tenue y titilante luz cetrina. “Tengo miedo”.

Otra me apunta directamente al pecho, perforando la aorta sin hesitación alguna. Y de esta manera tan cruel, no sólo daña, sino que me hace rogar que se me aloje en el corazón, para no tener que verter tal cantidad de sangre. Cárdena. Como la bilis negra. Las sábanas parecen envolverme en una atmósfera de madre protectora, haciendo que durante un par de horas me vaya durmiendo, muy lentamente, hasta que me siento balancear. Abro los ojos cubiertos de amarillenta escarcha, intentando entre las rendijas de las pestañas ver de quién se trata. Lo sé de sobra. Su música se delata. Frunzo el ceño. Dios sabe cuán horribles pesadillas la atormentan. “Tengo miedo”. Y se adentraba en la cama. Y se aferraba a mis costados.

La tercera es lo sufientemente cruel para escupirse como agujas diseminadas contra mis dos ojos, penetrando hasta el fondo de mis pupilas, hasta que todo lo que puedo ver son lágrimas. Gélidas. Pero dulces. Como el helor del invierno. Ignoro cuándo adquirió aquella asquerosa manía de mirarse al espejo exactamente cada hora, precisa como un reloj suizo. Y el reflejo le engaña, es malo con ella, es como un monstruo de lapas de fuego que le abrasan la carne, de garras afiladas, curvilíneas, de esas que se deslizan por la garganta con el sigilo de una serpiente, y rasgan, rasgan, hasta la arcada. Es una enorme mole de ceniza, que en un solo suspiro de cordura se descubren unos huesecillos cubiertos por un manto de piel. Muchas veces se mira en ropa interior y pregunta si está más delgada, clamando que ha perdido dos malditos kilos como quien narra el nacimiento de un hijo. Con ilusión. Convencimiento. Ternura. Y una sonrisa. La cojo de la mano y la alejo de la habitación, poniendo cualquier excusa de pretexto. Entonces, parece recordar todo por lo que estamos luchando. Ella. Y yo. “Tengo miedo”.

La próxima se dirige en cruel sendero hacia mis pulmones, y, cual granada de mano, extiende todo su daño por cada uno de los bronquios. Como una nube tóxica que marchita un campo de flores, haciendo que pierdan su color, y se cierren. A veces, ella sola no es capaz de aguantar el peso del recuerdo sola, entre cuatro paredes estrechas. Por mucho que intenten ayudarla, no la comprenden, no saben todo lo que guarda dentro. Sus secretitos. Que para mí son como tesoros. A veces a ella también le traicionan los bronquios, y entre lágrimas pierde la respiración. Una enfermera viene a desentumecer mis músculos cuando me dice que entre en la consulta. Todos, salvo el corazón. Me acerco a mi princesa, inclinándome sobre ella para que me abrace. El tiempo que ella vea necesario. Y debo mantenerme firme. Yo soy su héroe, su caballero de brillante armadura, debo permanecer impasible y fuerte, para inculcarle todo el apoyo que necesita. Entonces es cuando siento que los pulmones se me cierran. Me piden llorar con ella, llorar de impotencia, llorar de amargura, me piden gemir y chillar y desahogarme. Pero no puedo. Y me anego. Intentando respirar. “Tengo miedo”.

Y la última puñalada, la última afilada verba, aunque semeje la más llevadera, es la más cruel. Se me metió por la boca, me rasgó el paladar y la lengua, y la garganta, y me sesgó las cuerdas vocales. Como quien siega trigo. Manchado de sangre. Recuerdo que estaba desayunando. Un café. Amargo. Como el regusto que tenía en la boca. Y llegó ella y se me sentó al lado, mirándome. Princesa, ¿por qué me persigues? Le cuestiono; no podía soportarlo más, tenía que saberlo. Y sabía cuál era su respuesta. “Tengo miedo”. La silla se arrastró hacia atrás hasta sucumbir a la ley de la gravedad y provocar un estruendo peor que un trueno rompiendo en el cielo de tormenta. Me incliné hacia ella, como quien suplica, como quien ruega, como quien implora. ¡¿Pero a qué le tienes miedo, Anja, a qué coño le tienes miedo?! Y entonces, al ritmo que las lágrimas comenzaban a quebrarse y retorcer mis lacrimales, por mi garganta se deslizó como ácido aquella palabra. Y me quedé en silencio, inerte, estático, dejándome caer de rodillas. Sería la primera y última vez que me derrumbaría delante de ella.

“Älä pelkää, prinsessani. Minä suojelee sinua. Mikään ei satuta sinua. Kukaan ei satuta sinua.”



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